Costas extrañas

Profesión: mitógrafo

J. D. Torres Duarte
10 de agosto de 2022 - 05:01 a. m.

Tengo la impresión de que el mejor destino al que puede aspirar una obra de ficción es el de convertirse en mito. Quien se dedica a escribir ficción, además de intentar eludir día tras día el renglón de la pobreza mendigando el sustantivo adecuado, se empeña, a consciencia o a inconsciencia, en ser un mitógrafo.

Cuando es rico en detalle y evocativo en lenguaje, un mito no es ni un conjunto osificado ni una mentira (mito y mentira son considerados ahora como sinónimos, pero no lo son: de hecho, los sinónimos son una entelequia de los diccionarios: cada palabra tiene efectos únicos), sino todo lo contrario: un mito es un armazón dúctil, móvil, vario y verdadero cuyo repertorio de sombras y murmullos muta según la dirección de la exploración. Un mito es una historia, una imagen, que vale por sí misma y también por otra cosa, por otras cosas: es una superficie de apariencia sosegada que contiene en sus fondos una interminable geografía de túneles en ebullición.

Los quince libros de mitos de Metamorfosis prueban esa naturaleza doble. Cuando Ovidio escribe sobre la catástrofe luminosa de Faetón con los caballos del Sol, escribe también sobre las nieblas de la vanidad y sobre la ignorancia de las debilidades propias y sobre el dolor del inevitable poder paterno. Cuando una jauría de perros de caza vuelve jirones a Acteón, cada uno de sus gritos sordos de auxilio equivalen a los gritos sordos de auxilio de un humano al azar sepultado por la mala suerte y la venganza.

Esos mitos evocan los muchos eventos ajenos, con otros cuerpos y en otros tiempos y en otros espacios, terrícolas y galácticos, donde la esencia es la misma. El mito desdeña el progreso de la historia y los límites de la física: busca cierta forma de la eternidad.

Un mito es, por lo tanto, más ancho y grande que sí mismo: un mito descubre que, más allá de las formas, el espíritu de las cosas se replica y se repite entre objetos opuestos y distantes. Su aliento es el de la metáfora y la alegoría. La pena y el resentimiento de Job por el abandono de Dios se parecen a los sentimientos que debe de estar sopesando, a esta hora y bajo este sol de polvo, en un refugio bajo tierra, una ucraniana sin futuro que juega ajedrez para asordinar el tiestazo monótono de las bombas. También se parecen al cuadro anímico de quien ha perdido a su esposo, a una hija, a sus padres, dolido y mudo por tantas plegarias consignadas al olvido. El Michael K de J. M. Coetzee es un migrante venezolano de este tiempo, y uno judío de los treinta, y uno colombiano de este tiempo y de los treinta. También evoca, con menos tinte de guerra, el destino de quien anda sin oriente y a la topa tolondra en una tierra sin follaje ni sombra, cargando las cenizas de lo ido. Jane Eyre es cualquier mujer que, a la sombra de cierto poder, es considerada como enemiga al menor movimiento de su voluntad, y también es cualquier alma que intenta escapar de la aspereza del mundo con la contemplación de la belleza.

Mucho cabe en un mito: los asuntos de la guerra, que son cíclicos; los de la existencia, que también; los del alma, que de nuevo.

Un mito que consigue ese doble discurso (digo doble, pero puede ser múltiple, a veces infinito) se sitúa en un umbral de sombras: no es de este mundo ni del otro, como Pedro Páramo. Su escenario es, sin duda, extranjero, pero sus circuitos vitales son reconocibles (incluso en la ciencia ficción: léanse Solaris y El hombre invisible). Cuando Dante deambula por los infiernos, todo castigo y toda pena que se muestran son comprensibles y terrenales, aunque sus formas sean tan extrañas. Cuando Beckett, en Fin de partida, ubica a dos personajes sin piernas dentro de canecas de basura, la forma puede parecer excéntrica, pero la emoción que evocan es familiar: la rigidez, el encierro, la dependencia y el desespero de quien ha perdido imperio sobre sí mismo, si alguna vez hubo imperio, si alguna vez hubo sí mismo.

Un mito es una región parecida al sueño, maleable, tumultuosa, sometida a una voluntad ingobernable y oscura y al cambio impredecible de las formas. En esa zona de sueño, un mito aspira a ser universal. Pero para prosperar, un mito necesita a las palabras, con las que está en conflicto permanente porque intentan convertirlo en un animal doméstico y local, imponiéndole una estructura, una trama, una lengua, una topografía verbal. En esa tensión sin fin se elevan y extienden, creo, los mejores libros.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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