El artefacto perfecto para sortear los obstáculos narrativos en la literatura del siglo XIX fue la tercera persona omnisciente, una voz sin rostro y con hábitos de fisgón.
Quien narra es un personaje cuyos rasgos son por lo general desconocidos, pero que tiene la habilidad inusual de saber todo cuanto le sucede a cada actor de la trama e incluso vigila sus alteraciones de ánimo y de espíritu. Es un narrador todopoderoso. Un aparato con estos atributos fue utilizado en las novelas de Zola, Tolstói, Dostoievski, Flaubert y Balzac, y pervivió con buena salud en las obras de Fitzgerald, Kafka, García Márquez y —para recoger dos escritores vivos— Modiano y Coetzee.
La tercera persona no fue un invento decimonónico. Parece, en términos generales, una modalidad natural a la narración: se encuentra en Las mil y una noches, en la Biblia, en la Iliada y en la Odisea. Es posible imaginar a un primitivo en una caverna narrando a través de ese solo mecanismo, que le permite un acceso casi irrestricto a todos los detalles. Como no es un personaje que se inmiscuye en el destino de los protagonistas, tiene la misma autoridad de un investigador que escruta a una bacteria con el ánimo exclusivo de comprender su naturaleza.
Su utilidad, sin embargo, fue disputada a lo largo del siglo pasado (ningún reinado dura tanto sin mácula ni alzamiento) y por eso la voz que se encuentra en las novelas de Beckett y Proust tiene todas las trazas de un levantamiento rebelde: una voz que se alimenta de los miedos del yo para examinar a fondo sus pozos de agua estancada; una voz que es a la vez una bitácora de vida y una tentativa inútil por recuperar el tiempo perdido. El foco cambió. La literatura transitó entonces de la certidumbre de la tercera persona a la inestabilidad y la ignorancia vigorosa de la primera persona.
En Colombia, el detractor más insistente de la tercera persona omnisciente es Fernando Vallejo. El ciclo inicial de sus novelas, las cinco que conforman El río del tiempo, es una oda a la primera persona: todo sucede a partir del yo y el yo, con sus limitaciones y sus cegueras y sus obsesiones, es quien guía la narración. En una entrevista con Arcadia, Vallejo dijo: “La tercera persona es un truco miserable que se está arrastrando más de la cuenta. Esa narración va en contra de la realidad esencial de la vida de uno. Uno puede más o menos sospechar qué le pasa a los demás porque tiene también el lenguaje y por comunidad de sentimientos, pero nosotros estamos aislados, entonces esa novela es mentirosa”.
En otra entrevista con El País, Vallejo declara que ese tipo de novela “es un camino recorrido, trillado, no lleva a ninguna parte” y resalta que es imposible adivinar las ensoñaciones ajenas “al no haberse inventado todavía el lector de pensamientos”. Para Vallejo, la voz literaria omnisciente tiene incluso un vínculo con la religión pues imita sin ningún escrúpulo a la voz falsa de Dios, que lo ve todo, que lo sabe todo. Es una voz estéril y engañosa.
Si bien es cierto que “estamos aislados” y que los procedimientos literarios podrían ajustarse a ese aislamiento, donde vale más el yo, donde el sufrimiento se disecciona a puertas cerradas, la voz en tercera persona sigue abriéndose campo por la simple razón de que es un artificio útil para la exploración. Aunque existan linternas, nunca sobrará una vela para adentrarse en la montaña frondosa. Que la tercera persona sea un truco y un engaño sólo refuerza la noción básica de toda ficción: es una mentira bien armada. Los elementos en los que se confía esa mentira son de naturalezas muy distintas, pero comparten la ambición de encontrar respuestas o al menos formular las preguntas adecuadas o al menos rozarlas. La validez de un artefacto literario no se debe, entonces, a la escogencia de esta voz o esta otra, sino al tamaño de su descubrimiento: ¿qué tan ancha fue la trocha que abrió a golpes de machete?
Para ilustrar el camino que abre la tercera persona —la primera persona abre también los suyos, hondos—, acudiré a un ejemplo extraliterario. Entre 1974 y 1978, Ted Bundy asesinó a cerca de 30 mujeres en varias ciudades de Estados Unidos. Desde sus primeros juicios, Bundy insistió una y otra vez en que él era inocente a pesar de las pruebas. Nunca, en sus primeros años de prisión, confesó ninguno de aquellos crímenes. Tiempo después, cuando lo visitó con el objetivo de escribir un libro sobre él y al atestiguar su obstinación por declararse inocente, un periodista consideró un acercamiento distinto. Teniendo en cuenta que Bundy se había graduado como psicólogo y que los detalles de los asesinatos eran públicos, el periodista le propuso analizar los casos desde una perspectiva desapegada, suponiendo que otro los había cometido. Le pidió expresamente que hiciera dicho análisis en tercera persona. Bundy accedió.
Todo cuanto siguió fue sorpresivo. Al divagar en tercera persona sobre los asesinatos y la mente que los habría cometido, Bundy hizo un perfil explícito de su propia psicología y de los mecanismos que utilizó para asesinar a esas mujeres. Cuando especulaba sobre los motivos y los móviles del asesino, sus alusiones y especulaciones se convertían cada vez más en meras confesiones. Bundy nunca habría dicho que él —yo, Bundy— asesinó: resultaba demasiado invasivo, quizás demasiado irreal. Puesto en una perspectiva lejana, en cambio, Bundy reconoció a un asesino y supo descifrar sus razonamientos.
Eso quiere decir, de entrada, que la puerta de acceso al yo no es solo el yo. La puerta principal de la casa no es la misma que desciende al sótano. Quizás esa claraboya con el marco envejecido sea un punto más pertinente para la exploración. De modo que la tercera persona tiene una ventaja que hasta ahora parecía exclusiva del paso del tiempo: comprender la existencia gracias a un alejamiento. A la enajenación. A la desposesión. Una cirugía en frío. Al evitar los choques que implica un examen en exceso cercano, el narrador puede extender la vista, abrir desvíos, pastar a gusto en los arrabales. Bundy sólo entendió que era Bundy cuando logró separarse de sí mismo.
La creación de un personaje con una vida independiente y autónoma permite, en últimas, una trasposición de este tipo. La cita apócrifa atribuida a Flaubert, en la que confiesa que él es Madame Bovary, resulta exacta: la tercera persona es una proyección, fragmentaria o completa, de la naturaleza del autor, o de una naturaleza que él quiere explotar. El yo no es un narrador más confiable o menos miserable por el simple hecho de que se encuentra más cerca de los hechos, de que los ha vivido —como dicen— en carne propia. Sé que tengo los ganglios inflamados, pero no tengo la sabiduría para reconocer la enfermedad: la tercera persona es el doctor que anuncia el veredicto fatal.