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Nosotros, los lectores de sensibilidad, esculcamos las palabras en busca de la ofensa.
Aconsejamos a los escritores la supresión o la sustitución de palabras con potencial de insulto, y cuando el escritor está muerto (muerto, palabra violenta; corregimos: cuando ha desaparecido) asumimos su lugar junto a sus herederos y las suprimimos o sustituimos con la misma minuciosidad y la misma subversión y el mismo furor con que él las escribió, según las normas del tiempo. Aspiramos a la justicia; nos interesa poco si es poética. Aunque nos acusan de tener oído de artillero, tenemos, en verdad, el oído afinado en clave de empatía. Nuestro deber supera la persecución de la grosería manifiesta y el estigma en un adjetivo o en un epíteto: operamos bajo la sospecha de que hasta en las palabras inocentes se agazapa la vileza. Bien vista, una preposición promueve y alberga una jerarquía, y nadie debe estar por encima de nadie, ni por debajo de nadie, los unos deben estar junto a los otros, cuerpo contra cuerpo, sin aires de superioridad. Uno de nosotros ha incluso descubierto, tras noches de frenesí de lectura, que el acto de escribir es también una osadía y una ofensa, que sólo puede ser una bofetada contra los trabajadores sin tiempo ni ocio el que cierta criaturita privilegiada tenga tiempo para el ocio de escribir una novela o un poema. El futuro estimará y reglamentará ese descubrimiento.
Nuestro renombre reciente y el ensanchamiento de nuestra reputación se deben a las intervenciones menores que cometimos en los textos de Roald Dahl, Ian Fleming y Agatha Christie. Pero somos más antiguos y somos legión.
Acompañamos a Tate cuando alteró el Rey Lear de Shakespeare con un final sin muertes y una maraña feliz de amores; hacemos constar que satisfizo los anhelos del público de los siglos XVII y XVIII y ocultó con éxito, para su buena salud anglicana, los entuertos obscenos de la muerte y la locura. Patrocinamos la labor de Galland cuando tradujo al francés Las mil y una noches extirpando o diluyendo los pasajes de lujuria y saltamos de júbilo cuando el español, el inglés y el alemán extrajeron sus versiones de la de Galland. Guiamos la mano del escribano que en algún siglo oscuro y anglosajón añadió color cristiano a las páginas del Beowulf. Azuzamos el oído del juez que multó a Baudelaire por la inmoralidad de Las flores del mal; afilamos de desprecio las tijeras del amigo editor de Flaubert que mutiló Madame Bovary por su indecencia; persuadimos a cierto procurador de provincia de llevar a Flaubert a juicio. Fatigamos la ley contra El amante de Lady Chatterley, contra Lolita y contra Ulises, por tanta alusión de pieles y tanta épica de baño, pero nos venció la razón. Registramos el gesto esclavo de Ibsen cuando lo forzamos a reescribir el final de Casa de muñecas porque el público detestaría ver, como él había escrito y definido, que una mujer abandona un matrimonio en el que no encuentra contento. Divulgamos, primero en Oriente y después en Occidente, la versión de que el Cantar de los Cantares era sólo una alegoría del matrimonio entre la Iglesia y Cristo, puesto que ya era tarde para alterar o desaparecer de este desierto sublunar los pergaminos con sus lubricaciones de amantes de pueblo. Conseguimos tras una presión descomunal que Marieke Lucas Rijneveld rechazara el trabajo de traducción de un libro de Amanda Gorman, porque él era blanco y no binario y ella era negra y cisgénero, y es una verdad intemporal que, por su afinidad de tribu, una escritora negra y cisgénero sólo puede ser traducida por otra escritora negra y cisgénero. Hemos invertido siglos en volver de la composición de libros un instrumento de la culpa. Nacimos en algún año de la espesa antigüedad, cuando una mano con una resortera corrigió el vuelo libre de un pájaro.
Antes nuestro nombre era el de censores y la censura era nuestro oficio. Hoy censores y censura nos suenan a ofensa: un latigazo. Censuramos la censura. Nos apetecen, en cambio, como a nuestros coetáneos, las envolturas afelpadas de lo evidente. Por eso nos llamamos lectores de sensibilidad.
Nuestros acusadores nos han acusado de despreciar la acústica y la belleza. Lo admitimos: preferimos la discordancia de unos versos inferiores al malestar de mil corazones. Sue us. Pero su acusación parte de un malentendido, de un prodigio de ignorancia: de su convicción de que conocen el significado de la belleza, de la sensibilidad. ¿Qué dicen? Nos dicen: “La sensibilidad es la interacción de la intuición con lo oscuro, es una voluntad de desciframiento”. Nos dicen: “La sensibilidad es la disposición del espíritu a los movimientos subterráneos de las palabras”. Nos dicen: “La sensibilidad es la justicia al designar cierto lugar para cierta palabra”. Nos dicen: “La sensibilidad escarba mundos en el mundo: es una antena que capta sombras”. Y dicen más y luego más, de definición en definición, en su incesante vocinglería animal. Pero la intuición es para las pitonisas y las antenas para los radios y donde está oscuro es porque no hay luz. Ahora es nuestro turno de definir: la sensibilidad es la consciencia de la ofensa y la intención de remediar esa ofensa a cualquier costo. Esa es la justicia que nos convoca: la que no teme trocar una palabra por otra, una realidad por otra, sin prestar cuidado a la eufonía y la alusión y esas sagacidades y excentricidades de poeta sin público, puesto que cuesta menos borrar una palabra que reparar una identidad.
Ha sido una victoria: en el transcurso de unos años, qué decimos, de unos meses, les hemos arrebatado a nuestros acusadores, que la han usado y abusado durante siglos, la palabra sensibilidad. Les arrebatamos el centro de su empeño y ahora tiemblan. Es nuestra, nuestra sola, nuestro tesoro. Ser sensible, tener sensibilidad, sensibilizar: detectar y enmendar la ofensa. Ni un buen oído ni un buen ojo: un buen cinturón.
Celebramos con estruendo esta victoria porque desde Gutenberg nos esforzamos para el fracaso. Nuestra versión del mundo no es —lástima— la última. En ediciones posteriores, en tiempos con exceso de tolerancia, nuestras alteraciones y nuestras enmiendas son subsanadas y renegadas, y las versiones originales, restablecidas; carecemos del poder de clausurar el internet y las bibliotecas para suprimir todas las copias indeseables y sucias de un libro; nuestra obra se multiplica por una o dos generaciones y luego desemboca entre la vergüenza y la negación. Los libros nos eluden y nos derrotan: buscamos su hundimiento bajo un fardaje de correcciones y ellos siguen a flote, un siglo y luego otro siglo, inmunes a nuestro influjo. Confesamos nuestro asombro cada vez que nos retratan a nosotros, los lectores de sensibilidad, como feroces tigres. Ante nosotros no se sobresaltan ni las palomas.
Pero perseveramos: la ofensa y el ofendido cambian según el viento de los tiempos, y nosotros tenemos rígidos principios de adaptación, y tenemos paciencia, y tenemos esperanza. Cada generación formula su definición de suciedad, su definición de pureza, con nosotros al acecho. Nuestra estirpe abunda en desvíos: anteayer fuimos jueces y escribanos, ayer fuimos censores, hoy somos lectores en las editoriales y tenemos Twitter. ¿Quién adivina los dones del mañana?
Para camuflar nuestro oficio, el sigilo nos ha aconsejado llamar a nuestras versiones, en lugar de correcciones o enmiendas, adaptaciones. Así como cambia la tecnología, cada época requiere ajustar los libros a su gusto y espíritu, no sólo para no ofenderse en su lectura, sino para salvar a los libros del olvido y la negligencia. Nosotros también rescatamos libros: somos redentores de la letra. Nuestros acusadores, que son ciegos y no oyen, han respondido: “Toda obra que es universal es también actual. Son las obras las que nos dicen algo sobre nuestra época; es la época la que debe adaptarse y equiparse para leerse en ellas, en su vasta ambigüedad. Las obras, si son verdaderas, están hechas de infinito. El humano de las cavernas y el humano de las pantallas son, en esencia, uno solo. Reducir las obras al mandato de turno equivale a crear otro libro: un libro torpe y tonto y almidonado y presuntuoso. Un libro que aspira a ser un libro que nunca será. Un libro desleído. Ni siquiera una copia: un engendro, un pozo de agua estancada. Y los libros tontos engendran lectores tontos”. Es absurdo: ¿qué sabrían los que vivieron en el pasado de las condiciones materiales de nuestra existencia? ¿Qué tienen que ver las cavernas en esto? ¿Quién es ahora el tonto?
En nuestras oficinas trabajamos bajo máscaras, a la sombra, de ocho a ocho. No se aceptan mujeres embarazadas, pero sí en estado de gravidez. La función de la vacante es expedir certificados de sensibilidad los trece de cada mes. El salario será concertado o no será.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com
