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Sirviente, justiciero, ladrón

J. D. Torres Duarte

02 de abril de 2024 - 09:05 p. m.

Rashomon, la película que hizo célebre a Kurosawa en el mundo civilizado y les llevó a los europeos la noticia extrañísima de que en Japón también hacían buen cine, es la adaptación oblicua de un cuento homónimo de Akutagawa Ryunosuke (1892-1927), publicado en 1915 en una revista universitaria del Japón. Como La transformación de Kafka, como Michael Kohlhaas de Von Kleist, Rashomon es la historia del tránsito de un hombre desde una posición vulgar pero respetable a otra posición vulgar pero deleznable. Tengo registro de dos traducciones al español: la de Iván Díaz Sancho en Rashomon y otros relatos históricos (Satori Ediciones), de la que salen los fragmentos que cito más abajo, y la de Kasuya Sakai, incluida en el número 83 de la desaparecida colección ‘Señal que cabalgamos’ de la Universidad Nacional.

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Al anochecer, en un tiempo antiguo de declive y putrefacción, un sirviente que ha perdido su empleo está escampando bajo el pórtico de Rashomon. Enfrentado a la incertidumbre sobre su supervivencia, el sirviente acaricia en silencio la idea de convertirse en ladrón mientras acaricia también un grano de pus en su mejilla. El aire frío, la lluvia y el horizonte del hambre lo empujan a buscar amparo en lo alto del pórtico. Sube escalón tras escalón con reticencia y temor, porque sabe que el interior del pórtico alberga pilas de muertos desnudos de los que nadie se quiere hacer responsable: Rashomon es una fosa común. Al alcanzar el tope de la escalera, sospecha una antorcha; bajo su luz una anciana sostiene el cadáver de una mujer y le arranca el cabello. El sirviente, con la espada extendida, animado por la perplejidad, enfrenta a la anciana: la anciana se justifica con el argumento de que tiene que comer y que el cabello es para confeccionar una peluca. El sirviente sufre entonces una epifanía oscura y admite su destino como ladrón, despoja a la anciana de sus ropas y escapa hacia la noche.

En Rashomon, que a su vez es una adaptación de uno de los cuentos de la vieja antología Konjaku Monogatari, cunde la imaginería de la podredumbre: el tiempo es de sombras y lluvia, las columnas del portal se han desconchado, alimañas y comadrejas han invadido el portal, la noche está recruzada de ladrones, el mundo está moteado de cagajones de cuervo y el sirviente viste ropajes de desempleado mientras asedia el grano purulento de su mejilla. En ese ámbito marchito se nos presenta el sirviente al anochecer: no en la noche pura y asentada, sino en el lapso en que “la oscuridad se iba apropiando progresivamente del cielo” del mismo modo en que poco a poco se van apropiando de su espíritu las pulsiones del robo. El sirviente se debate en la posibilidad de transformarse en un apéndice de la decadencia bajo el portal, que es un umbral, un punto de tránsito y de conversión, una franja hacia las nuevas formas. Privado de su señor samurai y de su misión, en la penumbra, el sirviente está experimentando, para bien o para mal, el dilema de fabricarse un destino.

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El hecho de que el mundo esté en ruinas (el mundo de un imperio, por cierto: se trata también de un portal destellante que debía resaltar la magnificencia y la riqueza de una capital y que se ha degradado en un hogar opaco de bajezas) no le prohíbe a Akutagawa el encuentro de la belleza, que puede ocurrir incluso en el escrutinio del deterioro y la degeneración siempre y cuando el escritor se empeñe en escoger las palabras más precisas y más vivaces. “Lo observó con los ojos incisivos de un ave de presa de párpados rojos”, escribe sobre la mirada de la anciana ante el sirviente. Cuando el sirviente se abalanza sobre la anciana, Akutagawa escribe: “El sirviente agarró a la anciana por el brazo, puro hueso y pellejo como una pata de gallina [...]”. Más atrás describía así los cuerpos de los muertos en el portal: “Esparcidos por el suelo como muñecos de arcilla, unos con los brazos extendidos y otros con la boca abierta, se hacía difícil imaginar que todos aquellos cadáveres fueron alguna vez personas vivas”. Y en la observación de los cuervos que acechan la fetidez de los muertos contra el sol declinante, Akutagawa ofrece una de sus imágenes más bellas y extrañas: “Sobre el cielo del pórtico, a la luz del crepúsculo, se distinguían como granos de sésamo desparramados en la siembra”. Si leer es una forma del viaje, escribir es una forma del hospedaje: con las palabras se provee al lector de una habitación andante desde la que puede experimentar los aspectos y fenómenos de un mundo de la imaginación, y esa sola experimentación de los sentidos equivale a un acercamiento a la belleza, que con frecuencia es tan extraña e inesperada que tiene el poder de juntar, sin fricciones y en una sola frase, una bandada de cuervos que huelen el tiempo con un puñado de semillas en la tierra fresca.

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Tanto como en las formas de sus frases, la fortuna literaria de Rashomon se juega en el modo en que resuelve el dilema de supervivencia que divide al sirviente. ¿Debe transformarse en ladrón o morir de hambre con su dignidad servil intacta? Como en la mejor literatura, la resolución que dibuja Akutagawa es ambigua. Por un lado, el sirviente opta por actuar como un ladrón, puesto que le roba el kimono a la anciana tras someterla a puntapiés, pero lo hace más como un reflejo irónico ante las justificaciones de la anciana, más como un acto aleccionador que como una muestra de compromiso laboral con el oficio de la ratería. Por otro lado, el sirviente tiene una epifanía en la que resuelve sin ambages dirigir su vida según los hábitos de los ladrones, pero esa epifanía sólo parece tener un valor nominal, pues nunca se lo ve ejecutar ningún otro robo. Es seguro, en cambio, que el sirviente se ha entregado en ese instante a la oscuridad, que unas páginas atrás apenas estaba cayendo sobre la capital: al salir del portal con el kimono hurtado bajo el brazo como un pan, el sirviente, escribe Akutagawa, desciende “hacia las profundidades de la noche”. Unas líneas atrás —con la mano derecha, con la que había estado rascando su grano de pus—, el sirviente había agarrado a la anciana con violencia para desnudarla, para sumarla como muerta viva a la pila de muertos sin ropas del portal: es evidente que se guía ahora por la mano que toca la podredumbre (la izquierda, por cierto, siempre estuvo adherida a la empuñadura de su espada, aún en contacto con el pasado de su aceptable posición social).

A pesar de que el sirviente se entrega de modo unívoco a la oscuridad —la de la noche y la de su espíritu— y a pesar de que el cuento orbita alrededor de una cargada pregunta moral, en el cierre de su cuento Akutagawa prefiere eludir la declaración de una lección ética clara y se decanta por las bondades visuales de la paradoja: después del robo, la anciana se arrastra con la antorcha para iluminar la parte baja del portal pero sólo encuentra una noche espesa, mientras que el sirviente se interna en la oscuridad con su botín bajo el influjo de una liberadora iluminación.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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