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Las lenguas contienen espejismos y fomentan ilusiones tristes. En español, por ejemplo, los verbos nacer y morir dan una impresión errónea de voluntad: las frases “Nací en Buenos Aires” y “Murió en La Paz” implican que el sujeto que nació en Buenos Aires y el sujeto que murió en La Paz ocuparon un papel deliberado y central en la ejecución del nacimiento y de la muerte. Pero es un espejismo y una ilusión triste. Una ilusión y un espejismo mejor elaborados podrían ser los de la frase “Morí en San Gil”, que sería el comienzo más afortunado para la autobiografía de un muerto.
El espejismo y la ilusión triste de aquellas dos frases consisten en que nadie nace sino que es nacido y en que, a menos que se cuente con el socorro de una cápsula de plomo y pólvora o de una buena soga para bueyes, nadie muere sino que es empujado a la muerte. Ambas, en la realidad de todos los días, son acciones pasivas. Los agentes reales del nacer y el morir casi siempre son distintos del objeto que nace o que muere: una mujer hace nacer a un bebé, un trastorno de los intestinos hace morir a un hombre. Su uso en español suprime al agente real, lo fuerza a vivir en el vacío blanco entre letra y letra y otorga, además de una ilusión de poder y mando, un aliento de esperanza: incluso en los dos puntos más vulnerables de la existencia, en las esquinas más blandas, cuando el sujeto se trastrueca en mero objeto, en elemento secundario de la frase y de la vida, la lengua española le permite mendigar una cierta voluntad.
Con la muerte, la muerte castellana, el asunto es aun más paradójico, puesto que no sólo es posible decir que alguien “murió el mismo día que Cristo”, sino también que “se murió el mismo día que Cristo”. Se murió: en la acentuación del reflexivo se también se acentúa la voluntad, se asegura un doble mando indiscutible. Con ese se, tan natural y tan espontáneo, la muerte alcanza a convertirse en una adición al itinerario: como si ese día el sujeto en cuestión se hubiera levantado de la cama y hubiera planeado, junto con el almuerzo y el café de las tres, un ataque fulminante al corazón. Se levantó, se almorzó, se bebió su café y se murió.
Sólo existe quizás una ocasión en que el acto de la muerte recae sobre un agente distinto del muerto: cuando ocurre un asesinato. Decir que una mujer murió (o se murió) cuando un hombre la asesinó es una afrenta moral, puesto que en su muerte no medió ningún evento natural, como un solecismo de los órganos o una mala pisada, sino la voluntad brutal y abusiva de otro humano, que con los favores oscuros del cuchillo o del revólver se empeñó en volverse el sujeto de la frase: un hombre asesinó a una mujer. La frase contiene, con exactitud, la degradación de la mujer en objeto: contiene los crímenes del arma y los de la ética ausente.
Es mucho menos común, en cambio, que se culpe con tanta minucia gramatical a las fluctuaciones extremas de la naturaleza, como el reciente terremoto en Marruecos. “El terremoto asesinó a dos mil personas” es un titular inconcebible e incluso absurdo; a lo sumo se podrá escribir que “el terremoto cobró la vida de dos mil personas”, sin que cobrar la vida y asesinar sean siquiera sinónimos y sin la certeza de que un terremoto, que es terrorífico pero no tiene voluntad de terror, pueda ubicarse como el agente activo de la frase. Como la naturaleza carece de la voluntad fría de un hombre con un arma y como incluso sus movimientos más agresivos no cargan ningún resentimiento, el lenguaje tiende a atenuar su responsabilidad y a resignarse a su ceguera de animal grande, en cuyos arrebatos aleatorios, sin otro plan que el de reafirmar la vida refundándola, se acaban las cosas grandes y las medianas. En un desastre natural, el sujeto y el objeto, el terremoto y los muertos, son ambos presa de fuerzas superiores: el terremoto obedece al desperezamiento esencial de las placas tectónicas; el muerto obedece al derrumbe de la tierra (y en ocasiones a las leyes laxas de construcción). El duelo eterno de los sobrevivientes proviene de la imposibilidad de ponerle cara al culpable y propósitos a su acto: en la antigua agitación de la tierra queda bien claro, en contra de las pretensiones del castellano, que la muerte la impone un agente oscuro. De modo que el titular más preciso sería aquel que admitiera el origen inocente y las consecuencias azarosas y dispares del cataclismo: “Los hábitos de la tierra terminaron en un terremoto y dos mil muertos” o algo así.
Y sin embargo se oye la vida en una frase de este tipo: “El terremoto me mató a mi hijo y me lo pisó con sus escombros”. El lenguaje también puede, y es una de sus costumbres de escultor, conceder atributos humanos a las fuerzas intemporales, de modo que un terremoto se puede convertir, como lógica de consuelo para los sobrevivientes, en un asesino ubicuo pero invisible, amparado en jirones de mampostería para cometer sus crímenes.
El nacer, de otro lado, en el otro extremo, ha encontrado formas más fieles por fuera del español. En francés, el sujeto que nace se vuelve pasivo: “elle est née en 1899″ indica que sobre “elle” (ella) fue impuesta la acción del nacimiento (“est née”) y que alguien más (la madre, invisible en la frase) ocupó el papel activo en el nacimiento. En inglés, aunque se emula el orden y también se aspira a la pasividad del francés, hay un cambio sustancial en el verbo: “she was born in 1899″ orbita alrededor de la conjugación de bear (born), un verbo cuyas connotaciones, mucho más mundanas y variadas que naître y nacer, van desde soportar la ejecución de algo penoso hasta acarrear o mover un objeto. Mientras que en español y en francés el nacer es un evento social de la vida y casi un milagro de la biología, en inglés es un fabricación de la mecánica: evoca la tracción y la brega de desplazar del interior hacia el exterior un objeto grande, ajeno, líquido y aparatoso. En inglés, lo que nace, que todavía no ha sido visto ni nombrado, que apenas se va a inaugurar como objeto animado y como sujeto de la frase, es una cosa en su connotación más elemental: algo que se transporta, manipulable y abstracto, que pasa de la penumbra rosada de la placenta a la luz súbita e imprecisa del mundo por obra de la dilatación y el empuje.
Así se vive y se muere: con una ilusión de poder, naciendo en apariencia como nace el sol y siendo arrastrado hasta el fin por las fuerzas de la mecánica.
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