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Sor Juana Inés de la Cruz fue una paradoja en trajes de convento: monja de Dios en el papel pero escritora de asuntos mundanos en la práctica, resolvió desde muy temprano dedicarse al estudio de lo medible y lo inmensurable cuando las mujeres eran consideradas súbditas de la escoba y la progenie, en los estertores de un período llamado Siglo de Oro, que en plata blanca duró doscientos años. Su vida, transcurrida casi toda en Ciudad de México, es una apología de los anhelados desvíos.
Escribió mucho y en muchos moldes: comedias, cartas intelectuales (su Respuesta a Sor Filotea de la Cruz es una bella defensa de la libertad intelectual de las mujeres), autos sacramentales, villancicos, poemas. Inundación castálida, su compilación poética de 1689, pocos años antes de su muerte, prueba su versatilidad: contiene sonetos, romances, décimas, liras, endechas, ovillejos, redondillas. Le daré una mirada al poema titulado Acusa la hidropesía de mucha ciencia, que teme inútil aun para saber, y nociva para vivir.
Se trata de un romance: el número de versos es variado, todos tienen ocho sílabas y los pares se hermanan con rimas asonantes (descanso y encontrado, por ejemplo). Es una forma (para entonces ya antigua en la literatura española) que De la Cruz explota con maestría en muchos otros poemas, como en el Prólogo al lector, que cierra así: “Y adiós, que esto no es más de / darte la muestra del paño: / si no te agrada la pieza, / no desenvuelvas el fardo.” De la Cruz es tan buena poeta que convirtió la oración arrabalera “Si no le gusta, no lo compre” en una elevación del espíritu: encontró lo mítico en lo vulgar.
Acusa la hidropesía… es un examen de los gozos y las penas (más de las penas: hidropesía significa acumulación: la acumulación de ciencia puede ser nociva) que traen el entendimiento y el ingenio. En los primeros versos dice que el ingenio es carga y alivio: “Todo el mundo es opiniones / de pareceres tan varios, / que lo que el uno que es negro, / el otro prueba que es blanco. / A unos sirve de atractivo / lo que otro concibe enfado, / y lo que éste por alivio, / aquél tiene por trabajo.”
Ésa es la paradoja, muy diciente en una intelectual que cultivó una copiosa biblioteca y apenas hasta los últimos años de su vida detuvo el tren de su curiosidad, que servirá de soporte. En los siguientes versos se refuerza: “Para todo se halla prueba / y razón en que fundarlo; / y no hay razón para nada, / de haber razón para tanto. / Todos son iguales jueces; / y siendo iguales y varios, / no hay quien pueda decidir / cuál es lo más acertado.” El ingenio se muerde la cola: es candado y llave. La razón que libera también empantana.
Ahí comienza una tensión fabulosa en el poema: De la Cruz conocía los beneficios de la ciencia y del ingenio, pero su ojo mordaz e irónico, en muchas ocasiones lleno de humor (tantas formas del ser que parecen incompatibles con una celda conventual), le muestra que el ingenio puede deformarse e incluso atacar a quien lo porta (“Si es mío mi entendimiento, / ¿por qué siempre he de encontrarlo / tan torpe para el alivio, / tan agudo para el daño?”). De la Cruz se adelantó en mucho al escepticismo actual por el progreso técnico, por las torres humeantes y las barcas aladas que prometían cierto consuelo y ahora atascan la atmósfera con sus gases.
La tensión se resuelve cuando, más o menos en la mitad del romance, De la Cruz comienza una defensa de la ignorancia. Quizás no de la ignorancia: del buen saber, que no es lo mismo que saber mucho. Arranca así: “No es saber, saber hacer / discursos sutiles vanos; / que el saber consiste sólo / en elegir lo más sano.” Un poco más adelante: “¡Qué feliz es la ignorancia / del que, indoctamente sabio, / halla de lo que padece, / en lo que ignora, sagrado!” Indoctamente sabio es clave en ese cuarteto: con ese adverbio tan bien dispuesto De la Cruz sugiere que es posible ser sabio sin el estudio diario de las ciencias ni el concurso de los libros (“aquellos caracteres sin alma, careciendo de la voz viva y explicación del maestro”, como escribe en su Respuesta).
Su alabanza de la ignorancia (¿no tendrá algo de la estupidez que alaba Erasmo de Rotterdam?) continúa con este cuarteto que ofrece de nuevo un reproche al ingenio: “y si el vuelo no le abaten, / en sutilezas cebado, / por cuidar de lo curioso / olvida lo necesario”. El ingenio, “en sutilezas cebado”, al trepar por las ramas y abundar en dominios ajenos, se aleja de su objeto de estudio y de sus fundamentos: en busca del ángulo inadvertido, la irreverencia acaba en franca idiotez. Más adelante: “El ingenio es como el fuego: / que, con la materia ingrato, / tanto la consume más / cuanto él se ostenta más claro”. ¿Entonces el ingenio, que ilumina tanto, termina por destruir la sustancia? ¿De qué sirve saber, entonces? ¿Se llega a alguna parte con las palabras? Parecen preguntas formuladas por cualquier escritor de la posguerra en Europa.
De la Cruz creó un doble artefacto poético: por un lado exaltó los modos del ingenio (pues acude a las formas de la métrica, que son otro rostro del ingenio) y por otro atacó sus pretensiones (pues ese ingenio es también una trampa y la ignorancia es preferible). En esa tensión entre forma y fondo, en su cuestionamiento ingenioso del ingenio, el poema consigue toda su gracia.
Resulta muy peculiar que De la Cruz, una monja cuya tarea oficial era el estudio del dogma, se embarcara en una apología de la ignorancia. Ese no sé inaugural, ¿no es la base de toda aventura científica, de toda pugna contra el dogma? ¿Buscaba una rebelión sutil pero ambiciosa: la que roe no los ladrillos, sino los cimientos? ¿Habrá elegido ser monja no sólo porque no tenía espíritu de matrimonio y porque una celda de convento se presentaba como eso que Virginia Woolf llamaría siglos después “una habitación propia”, el lugar más propicio para el cuidado de la inteligencia, sino también porque para desarmar ese sistema había que atacarlo con sus propias lanzas?
El poema cierra con un cuarteto a favor de la vida: “Aprendamos a ignorar, / Pensamiento, pues hallamos / que cuanto añado al discurso, / tanto le usurpo a los años”.
CODA
Esta es la antología de literatura fantástica que ustedes, lectores, crearon con sus recomendaciones en columnas anteriores (incluyo algunas mías). No encontré en todos los casos enlaces de calidad. No tiene ningún otro orden que el de la hambrienta curiosidad:
Claude Seignolle: Los caballos de la noche
Ursula K. Le Guin: El soñar colectivo de los Frin
Bram Stoker: La casa del juez
Alexandra David-Neel: La persecución del maestro
H. P. Lovecraft: La habitación de los postigos cerrados
W. W. Jacobs: La pata del mono
Elena Garro: Un hogar sólido
Alexander Pushkin: La reina de picas
Waldemar Kaempffert: La fuerza diminutiva
Silvina Ocampo: La expiación
Joseph Sheridan Le Fanu: Casa en alquiler
May Sinclair: Donde su fuego nunca se apaga
Washington Irving: Rip van Winkle
Ryunosuke Akutagawa: Sennin
Jorge Luis Borges: Funes el memorioso
William Faulkner: Una rosa para Emily
