Costas extrañas

Un despeñadero llamado deseo

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J. D. Torres Duarte
08 de junio de 2022 - 05:01 a. m.
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En la columna de hace 15 días di una mirada a los tres primeros libros de Metamorfosis de Ovidio. Sostuve que las transformaciones de los personajes mitológicos en árboles o en piedras o en animales no eran arbitrarias: que tenían un tufo de destino, una lógica circular (aunque cargada de paradojas). Ahora quisiera centrarme en dos de esas metamorfosis sólo por la belleza múltiple que expresan su forma y su fondo: las de Acteón y Narciso.

Tras una caza agotadora, Acteón se topa por error en un bosque con Diana, diosa de la caza, y su tropa de vírgenes, que están tomando un baño en un pozo. Las vírgenes se afanan por tapar la desnudez de Diana (porque la virginidad consiste también en mantenerse limpia de miradas), pero es imposible por su altura de coloso. Como no logra alcanzar su carcaj para someter al mirón de un flechazo, Diana le lanza un manojo de agua que lo convierte en venado. Entonces, desde los escarpados de la montaña, desciende en ladridos cósmicos la jauría de perros de caza de Acteón: vienen por él, ya no su maestro, sino su presa. Perro sobre perro, lo dentellean hasta la muerte (“hasta que ya no hay espacio para más heridas”, escribe Ovidio), mientras Acteón escucha a los cazadores de su banda que lo convocan a gritos, lamentando que se pierda el espectáculo de una caza monumental.

Aquí subsiste una simetría de raíz que muestra la sagacidad de narrador de Ovidio: ambos, Diana y Acteón, son cazadores. Ambos son los maestros de su oficio: uno como jefe de su banda, la otra como diosa. De modo que cuando Acteón la descubre en su desnudez, Diana se considera cazada como cualquier conejo de mercado, y su instinto es devolver la ofensa con un flechazo, convertirlo a él en presa. Como resulta imposible, crea los medios para que eso y más ocurra: lo confina a las formas del venado para inaugurar el apetito feroz de su jauría. El cazador es cazado.

Además, Diana, sometida a un ojo extranjero, extraño, experimenta la impotencia (su sonrojo es comparado por Ovidio con la lumbre del amanecer: es un sonrojo sobrenatural). Por eso el castigo de Acteón consiste, más que en su eventual muerte (por cierto, bajo el vigor de mandíbula de los perros que antes le dieron tanta carne de gozo), en la imposibilidad de conseguir una salvación que parece muy a la mano. Bastaría con que dijera su nombre o llamara a sus camaradas de caza para evitar los colmillos hambrientos de sus perros, pero las sílabas fueron exiliadas de su lengua de venado. A lo sumo tartamudea unos gruñidos que no son ni humanos ni animales. Está y no está en esa jaula de venado, en ese relleno de hombre: está presente y ausente, condenado a morir con el deseo tronchado en un limbo de desespero (el mismo en que se hunde Diana cuando es observada), donde lo llaman a voces por su antiguo nombre.

Narciso también muere, pero en medio de otro tipo de dolor.

Narciso es un joven de hermosura extrema del que se enamora Eco, una ninfa del bosque que por imposición divina sólo puede responder repitiendo lo último que ha escuchado. Narciso rechaza sus insinuaciones, y de tan poco dormir y de tanto anhelar Eco se reduce a puro hueso, y de puro hueso a pura voz: una voz que repite, una voz de bucles. Otras decenas de hombres y mujeres conocen el desdén de Narciso; uno de ellos suplica a los dioses una vindicación: que Narciso se enamore de sí mismo y que su amor nunca sea satisfecho. Némesis, diosa de la venganza, escucha, juzga justo, procede.

Al asomarse sobre un lago de plata inmóvil, Narciso ve su rostro, sus ojos (“dos estrellas gemelas”), su cuello de mármol, y se enamora de sí mismo hasta el tuétano (aparte de vanidad, su historia sugiere que lo que se ama en otro suele ser un reflejo: que uno ama espejos sordos). Intenta besar y abrazar esa boca y esos brazos, que también se inclinan para besarlo y abrazarlo, pero sus intentos hacen aguas. Lamenta el menosprecio de un cuerpo que anuncia ilusiones; cuando descubre que es él mismo (“mis riquezas me hacen pobre”, dice) comienza su agonía. Tras su muerte, en el infierno, se inclina sobre el río Estigia para contemplar su amor (contemplación del amor en el río de las almas errabundas: él también erra a perpetuidad, aunque quieto), mientras en la superficie su cuerpo se convierte en flor.

La condena de Narciso equivale a la de Eco, aunque parezcan distantes. Como sólo tiene la habilidad de repetir, y de repetir sólo si alguien habla, Eco es incapaz de expresar emociones íntimas; debe contentarse con la formulación de sentimientos ajenos, si por azar coinciden con los suyos; el contenido de su corazón nunca encuentra un envase satisfactorio. Narciso sufre una tribulación del mismo color, aunque distinta en sus circunstancias: él sí tiene el equipaje para expresar su deseo de amor por la imagen en el lago (imago llaman en inglés a esa forma idealizada), pero tampoco encuentra la recompensa que empate con sus ganas. Eco y Narciso están amarrados por un deseo infértil.

Después de todo, Narciso y Acteón sufren un dolor idéntico: el de atisbar la cima y no ganarla a pesar de un voraz fuego interno. ¿No es ése también el sufrimiento de Sísifo, que nunca llega al final de sus trabajos? Hay un despeñadero llamado deseo.

CODA

Si quieren leer columnas pulidas y animadas por fantasmas de colores distintos a los de la “actualidad”, les recomiendo estas dos columnistas: Andrea Mejía y Sorayda Peguero Isaac. Y un cuento: La casa de José Ardila.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

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