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Existen libros tan bien confeccionados que parece un desperdicio abandonar un párrafo por el siguiente cuando el eco inescrutable del primero se conserva intacto. Eso ocurre con La expedición al baobab de Wilma Stockenström.
Stockenström es sudafricana y escribe en afrikaans. Desde su publicación hace cuarenta años, La expedición al baobab (Die kremetartekspedisie) ha sido traducida a decenas de lenguas, reimpresa, releída, elogiada por varias generaciones de críticos: los indicios de que ha superado la implacable zanja del olvido a la que van a morir decenas de miles de novelas apenas meses después de exhibirse tan rozagantes en los estantes de las librerías. Stockenström también ha publicado otras cuatro novelas (sin traducción a ninguna otra lengua) y una decena de libros de poesía cuya selección fue trasladada al inglés bajo el título The Wisdom of Water.
La expedición al baobab fue traducida al español hace dos años por Lorenzo Luengo en Ediciones Siruela. Pero para esta columna me apoyaré en la versión al inglés de J. M. Coetzee, publicada apenas dos años después del original en afrikaans, porque es la que tengo a la mano y porque tiene una música y un lirismo propios de un traductor que también ha asumido los trabajos dispendiosos de escribir novelas y sabe cuánto peso arrastra cada palabra.
En La expedición al baobab una esclava sin nombre cuenta cómo acabó viviendo al abrigo de un baobab, un árbol colosal de tronco y ramas tan anchas como las muñecas de Dios. Tras pasar muchos años al servicio de distintos amos, unos perversos, otros afables, la esclava emprende junto a su último amo, un mercader y una partida de esclavos una expedición por el veld en busca de una nueva vía al mar y de una ciudad de casas rojas donde, dicen, los aguarda una fortuna sin límite. Pero jornada tras jornada los expedicionarios descubren que ni el mar ni la ciudad de casas rojas brotan a la vista: todo cuanto ven es un veld de árboles sin ánimo esparcidos sobre una tierra de pacotilla donde cada vez hay menos que comer y menos que aguardar.
La esclava también alterna otra decena de historias: cómo venden a su hijo, cómo consuela a su primer amo enfermo en sus horas de agonía, cómo un árbol y una tormenta se conjuran para librarla de un amo indiferente, cómo junta abalorios en su baobab para contar los días que transcurren, cómo una tribu de enanos que habita cerca del baobab le lleva alimentos sólo para escurrirse luego entre el follaje.
Todos esos eventos pueden ocurrir en 111 páginas porque Stockenström, que es una maestra para domar el tiempo, construye un molde fantástico para una historia fantástica. El orden cronológico es desechado; los eventos se encadenan con palabras, recuerdos, coincidencias, sensaciones: los abalorios que ha recogido para contar el tiempo evocan el brazalete de marfil y los collares que lucía en sus tiempos como esclava, que evocan a las mujeres que le enseñaron los rudimentos del servicio, que evocan la remota conversación con el viajante que más adelante se convertiría en su amo, que evoca la famélica expedición que la llevó a refugiarse en el tronco de un baobab. De modo que el relato adquiere desde las primeras páginas el aspecto de un sueño donde las fronteras entre el pasado y el presente son difusas, o más bien donde el pasado y el presente se superponen y combinan como les viene en gana, como en la vida de todos los días.
Con esa modificación del tiempo narrativo Stockenström consigue además dos aciertos. Primero, cumple a cabalidad el deber casi metafísico de todo escritor de encontrar la forma más pertinente para su contenido: deambular sobre el tiempo, obedeciendo a los flujos digresivos del recuerdo, es el mejor modo de contar la agitación de una esclava que, tras una vida al borde del dolor, se empeña en reconstruir su memoria. Segundo, comprueba que todos los tiempos son un mismo tiempo, que el pasado no ha pasado, que el futuro es una estela tan inquietante y tangible como el presente, y que los tres conviven a diario como un trío de bestias salvajes en una jaula.
Pero para convertirse en una pequeña catedral del tiempo, toda novela demanda también una meticulosa labor verbal. Quizás porque conoce la artesanía de la poesía o simplemente porque es una escritora con una intuición de acero y un robusto inventario de procedimientos literarios, Stockenström logra que La expedición al baobab se convierta en un placer para el oído y el cerebro, los aparatos más líricos.
Esto, por ejemplo: “En tiempos de aburrimiento husmeaba en mis alrededores y mantenía juntos cuerpo y alma con los trabajos más penosos” (Coetzee traduce: “[...] kept body and soul together by drudgery”). También esto, cuando encuentra a un tiburón martillo en agonía a la orilla de mar: “A veces un ojo estaba enterrado en la arena, a veces el otro; uno veía perdición, el otro espiaba a la esperanza, y en su incertidumbre el pobre luchaba. Sacudones espasmódicos, fanáticos hasta la muerte, ojos que hasta la muerte dividían el mundo en dos” (Coetzee de nuevo: “[...] one saw doom, the other spied hope [...]”. Qué bello, por cierto, poder “espiar” a la esperanza). Y esto: “¿Cuán larga es la vida de un hombre? De un parpadeo al siguiente del rayo. De la hinchazón absoluta de la gota hasta su caída. Así de larga es la vida del hombre. Desde el primer movimiento hasta el jaque mate”.
Stockenström tiene el pulso firme para agregar lirismo sin producir una sensación de sobrecarga, de verborrea: es una poesía que escala muy alto porque es precisa y necesaria. Como en este pasaje en que la esclava cuenta cuando la ponen a la venta junto con su hijo: “Alguien desconocido agarró a mi bebé. ¿Qué estaba arruinado? Otro examinó mi cabeza, el interior de mi boca, mi pelvis, mis brazos, mis piernas. Estaba dubitativo. ¿Qué estaba torcido? Un mercader envió a un agente a comprar tantos esclavos como dedos de una mano. ¿Dónde goteaba? ¿Dónde estaba agrietada? ¿Qué estaba estropeado? El sol me tostaba la cabeza. Quería desmayarme. Objetos de uso diario de género femenino y masculino. Uno por uno. Quedaba yo. Sobre una pierna. Sobre la otra pierna. Mordiéndome las uñas. ¿Qué le faltaba? ¿Qué había sido torcido? Ya no vi más a mi niño. Giré. Nada por ver. Grité dentro de mí. Si pudiera abrirme el estómago de un corte, sacarme las entrañas. Busqué un cuchillo. Si pudiera escupirme fuera de mí misma. Mi corazón se congeló. ¿Quién me estaba comprando?” Y sólo un par de páginas más allá: “Pude oler las primeras estrellas tempranas” (Coetzee: “I could smell the first early stars”).
Su lirismo sólido eleva estos dos apartados a cimas extraordinarias. En el primero cualquier lector haría propios el pavor y la angustia urgente que siente la esclava por la pérdida de su hijo y por las preguntas de los comerciantes al examinarla como un objeto de feria. Y esa apropiación, esa cercanía casi insoportable con el personaje, ocurre por la insistencia de las preguntas, que no parecen dirigidas hacia una persona sino hacia un objeto inerte como un vaso o un auto, y a los puntos seguidos que interrumpen el párrafo como una respiración entrecortada, la misma que la esclava debe estar experimentando durante la venta. Esa elección, que es poética porque parte de escoger las palabras y procedimientos adecuados y darles su lugar preciso, da músculo al relato, lo vuelve palpable.
Y en el segundo apartado ocurre un milagro más marginal pero tan deslumbrante como el primero. Nadie puede oler las estrellas. Pero al insertar ese verbo en la oración, Stockenström descubre que la esclava es más que una esclava: es casi una potencia de la naturaleza (una diosa, como ella misma dice hacia el final), puesto que sólo quien ha escapado de las costumbres de la realidad y ha encontrado una dimensión más allá de lo visible es capaz de “oler” las estrellas. Y todo ocurre, de nuevo, por una elección poética y verbal: escoger con atención un verbo (por cierto, bastante común) e insertarlo en un terreno donde, por su pasaporte de extranjero, produce efectos inesperados.
Tanto la domesticación del tiempo como las elecciones verbales suscitan la sensación general de que esta no es una típica novela sobre el dolor de una esclava. Su clave es distinta: irónica, paradójica, algo ridícula, como dice la esclava apenas empieza. Stockenström huye de la lástima de manual y de la lágrima restregada con adjetivos. Así encuentra, por ejemplo, que las relaciones de la esclava con sus amos están en una frontera confusa entre la opresión y el afecto (la esclava dice que le “permite” a su primer amo acostarse con ella, pero ¿no se acuesta con él porque de lo contrario podría pasarla mal?) y que ella misma tiende a imitarlos y a convertirse en una ama (durante la expedición, dueña de nuevos privilegios, desprecia a los esclavos tanto como ella era despreciada).
Cada una de esas paradojas es, a fin de cuentas, una tensión entre la libertad aguardada y la recurrente esclavitud. Porque la esclava parece destinada a ser esclava por siempre: vendida y revendida como carne de labores domésticas y amante forzada, termina viviendo en un baobab donde, a pesar de que no tiene cadenas, es controlada por un grupo de pequeños hombres. Esa tensión marcha a buen galope hasta las últimas líneas, cuando, tras una serie de eventos que prefiero que el lector curioso descubra por su cuenta, consigue una libertad sin riendas que no puede proveer ni siquiera la fuga más espectacular.
