Costas extrañas

Venezolanos: les habla Samuel Beckett

J. D. Torres Duarte
01 de mayo de 2019 - 05:00 a. m.

UNO

Esperando a Godot, de Samuel Beckett, es un clásico del teatro. Quien quiera saber de teatro tendrá que leer a Shakespeare, Sófocles, Molière, Ibsen y Beckett. Y de Beckett tendrá que leer Esperando a Godot.

Es una referencia ineludible, pero es también más que un mero título sobre una lista canónica: todo clásico trasciende sus propios límites. En el caso de Esperando a Godot, sus límites espaciales, los que determinan su interpretación sobre las tablas, son dos hombres, Vladimir y Estragón, cuya única misión es esperar a Godot. Mientras esperan, hablan. No se sabe quién es Godot, ni si vendrá. En los dos actos se repiten en varias ocasiones las mismas frases, porque el tiempo corre en redondo. Sucede poco. Una de las primeras críticas de la obra aseguraba que se trataba de una pieza donde no ocurría nada, dos veces.

Sin embargo, como es un clásico, Esperando a Godot rebasa su propia trama, si la tiene, si acaso alguna obra la tiene. Establece un código que supera los hechos que describe: dos hombres que esperan son dos hombres entregados a la esperanza. A la resignación, también.

DOS

Es probable que la literatura se reduzca a cuatro o cinco temas. Las situaciones, los ambientes y los personajes son meras representaciones volátiles de dichos temas. De modo que un clásico no establece una nueva trama, sino una nueva lectura existencial: revela algo que se ha perdido de vista. Lo dijo Ítalo Calvino, en alguna parte.

Su nueva lectura ocurre sólo cuando encuentra un código propio capaz de asegurarse una cierta supervivencia. Un código robusto, vital, infinito. Si ese código sobrevive, será universal. Ese código servirá para decodificar realidades a las que, en principio, no estaba destinado. Como una cabeza de hacha de miles de años que cortara cemento.

TRES

Esperando a Godot no sucede en ninguna parte: es decir, sucede en todas partes. Como no está anclada a un escenario irlandés ni parisino —“camino en el campo, con árbol” es todo cuanto indica— y como sus personajes carecen de rasgos físicos detallados, la pieza es adaptable: ocupa todas las regiones y a todos los humanos.

Es posible pensar, entonces, que Esperando a Godot es un manual de augurios para los migrantes venezolanos. Es posible leer su travesía con el código beckettiano. Ya se sabe qué ocurre durante una migración similar: incertidumbre, rabia, melancolía, hambre, espera. Vladimir y Estragón están perdidos, en espera de algo que nunca llegará. Como se ha dicho, es adaptable.

Lejos de las pretensiones simbólicas —donde Vladimir y Estragón serían dos venezolanos y Godot, un dictador que promete e incumple—, Esperando a Godot permite entender aquello que está vedado a los meros reportes periodísticos: la ansiedad de que nada suceda nunca. “¿Cuál es nuestro papel en este asunto?”, pregunta Estragón. “¿Nuestro papel?”, devuelve Vladimir. “Tómate tu tiempo”, conmina Estragón. “¿Nuestro papel? El de suplicante”, responde Vladimir.

Entran por la frontera, por las trochas, en busca de un socorro incompleto. Ruegan en las oficinas burocráticas, en los buses, suplican piedad de desconocidos. “¿Y si no viene?”, pregunta Estragón. Pregunta si vendrá Godot. “Volveremos mañana”, responde Vladimir. “Y pasado mañana”, dice Estragón. “Quizá”, responde Vladimir. “Y así sucesivamente”, dice Estragón. El eterno retorno: una y otra vez se repiten los procesos, las súplicas y los quejidos. Toda repetición es propaganda, opinaba Brodsky.

CUATRO

Como nada sucede nunca, los vínculos parecen más fuertes: el amor se cría mejor en el aburrimiento. Vladimir y Estragón se odian, se quieren, se detestan, se añoran, anhelan separarse, admiten que es tarde. Esperan. Esperan a Godot. Godot los salvará, pero no llega. O al menos prometió no tardarse. Los prójimos se aceptan al borde de la desgracia.

Godot: todo y nada.

“Aquí ya no tenemos nada que hacer”, dice Vladimir. “Ni en ningún sitio”, responde Estragón. Como la vida se arruinó en Caracas o en Barquisimeto, parece ya arruinada para siempre. Su destino es el destierro. La ciudad los persigue. Eso les diría Cavafis. Reaccionarán por eso como Estragón: “¡He arrastrado mi perra vida por el fango y quieres que distinga sus matices!”. Con el fracaso suelen construirse buenas frases.

Es posible que Samuel Beckett conociera estas vicisitudes: él mismo fue migrante, pasó de Dublín a París, y debió ocultarse durante un tiempo de los nazis por su trabajo en la resistencia francesa. Conocía el abandono, la soledad, la falta de raíces, la extranjería. Se veía en las arrugas secas que rodeaban sus ojos.

CINCO

Al borde del desespero, un caminante tiene pocas opciones: se entrega a la locura, a cualquiera de las formas del suicidio, o se resigna. La locura es vaciarlo todo de sentido; la resignación es aceptarlo como es.

“Lo único que podemos hacer es empezar de nuevo”, dice Vladimir. Más adelante aparece un muchacho con un mensaje del señor Godot. “¿No vendrá esta noche?”, pregunta Vladimir. Es la segunda noche consecutiva en que esperan. “No, señor”, responde el muchacho. “Pero vendrá mañana”, dice Vladimir. “Sí, señor”, responde el muchacho. “Seguro”, dice Vladimir. Para aferrarse a una promesa, es necesario olvidar el pasado: olvidar que Godot se ausentó la tarde anterior, que incumplió. El pasado arruina, ensombrece, estorba el ánimo. Es preferible compensar el pasado con la postergación.

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