De tanto leer, sea Dante, sea el manual de la licuadora, el lector naturaliza la extrañeza de descifrar letras y de asumirlas como cuerpos con sustancia, y olvida los mecanismos difíciles que propiciaron el florecimiento del habla y de la escritura y que él mismo tuvo que esforzarse en dominar durante la desorientación feliz de la infancia, como si en él se repitiera toda la historia humana, desde el balbuceo hasta la oración con su selva de incisos y pliegues de preposición con vocación de desvío infinito: el lector olvida que primero vino el sonido y luego la grafía, contrario a los movimientos de la naturaleza, donde ruge el...
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