De tanto leer, sea Dante, sea el manual de la licuadora, el lector naturaliza la extrañeza de descifrar letras y de asumirlas como cuerpos con sustancia, y olvida los mecanismos difíciles que propiciaron el florecimiento del habla y de la escritura y que él mismo tuvo que esforzarse en dominar durante la desorientación feliz de la infancia, como si en él se repitiera toda la historia humana, desde el balbuceo hasta la oración con su selva de incisos y pliegues de preposición con vocación de desvío infinito: el lector olvida que primero vino el sonido y luego la grafía, contrario a los movimientos de la naturaleza, donde ruge el trueno después de que relumbra la cicatriz del rayo.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Haga una pausa e imagine: primero el sonido.
La transformación del gruñido de la caverna en sílaba, de la sílaba en palabra, de la palabra en significado, del significado en orden, pregunta, ruego, aprobación, amenaza o confusión; las lentas alteraciones de los pulmones, la garganta, los labios, la úvula, la caverna de la boca y la lengua para fraguar una palabra, que es como un pan en la boca, pero hecho de aliento, saliva y osadía; la mudanza gradual de los paisajes del cráneo, que antes concebía su deseo en forma de imágenes y de impulsos primigenios y ahora se veía abrumado por un horizonte de luces débiles bajo una voz ajena y desbocada que lo asaltaba como una bestia desde los resquicios oscuros: por todos los costados parecían abrirse puertas y chorrear palabras; el retorno, con la muerte, después de un mundo, al gemido elemental. Tuvo que ser un tránsito tortuoso: la primera indicación de la tortura fue que la lengua, para amasar una palabra, tenía que ceder a las contorsiones; se arrojaba y se alabeaba contra el techo y los muros de la boca y la frontera de los dientes para alcanzar el discurso. ¿Cuántas generaciones habrán tenido que pasar hasta que esa voz pudo ser silenciada en las horas del sueño? Tuvo que ocurrir, en algún punto de la prehistoria, una epidemia de fatiga de la lengua y otra de hombres y mujeres que se lanzaban desde un acantilado para depositar en las piedras del fondo, mientras los sustituía el murmullo del agua, la voz que les rebotaba sin cesar en el cráneo.
Y luego, o de través, la aglutinación de las palabras en oraciones en las que comenzaban a caber más cosas: las del aire y las de la tierra y las del cosmos, con sus matices de piedad y engaño, que daban la impresión de infinito. ¿No habrá sido gracias a la virtual derivación infinita de una oración que descubrimos, antes de cualquier cálculo de instrumento, que la Tierra era apenas una bolita de ceniza y frío flotando, a la deriva en su trayectoria fija, en un espacio ilimitado de bolitas solitarias? El universo sería entonces un descubrimiento de la palabra: una obra de la estética. Haber compuesto una oración fue una cumbre del ingenio humano, tanto como la fisión nuclear y el motor de combustión, pero no aparece registrada en los libros de historia porque todavía no ha convertido a 120 mil japoneses en fantasmas de carbón ni ha conducido a la aniquilación de los casquetes polares y de la civilización.
Formando en la fragua de la boca los nombres de las cosas, en ocasiones la voz buscaba imitar la propia cosa, escarbar con la conjura de la lengua y el paladar hasta su núcleo: el gruñido que rasga el aire con su antepenúltima sílaba; el fragor que hace estrépito en el medio; la melancolía que pesa primero y luego se hace liviana pero larga. Reventar no evocaría un colapso o una explosión de no ser por esa te que totea contra los dientes y esa erre que rueda contra el paladar. En inglés, en su aparente parquedad de monosílabos, slide y glide contienen la levedad y el desahogo de un cuerpo que se desliza; groan, grunt, grumble, flurry, flow, flush y fly describen las vibraciones del enojo y el movimiento libre y profuso. Antes que la rueda y antes que la agricultura, nacieron las palabras: interferencias en el aire, largas y cortas, perentorias y dilatorias, que con sus ondulaciones y desbordamientos de flauta hicieron natural en la especie humana el don de discutir la amargura y el júbilo y de convocar los eventos del pasado, referir los del futuro y maldecir los del presente, un don que no parecía previsto entre sus habilidades de fábrica: formar palabras debió de ser el primer aviso de que ese pequeño animal rastrero, proveniente de los fangos del agua, con los brazos todavía más largos que las piernas, que se había parado en dos patas porque tenía nostalgia de atardecer, rebasaría sus expectativas de evolución.
Como se trataba de regular y de proyectar el aire, decir palabras fue desde un principio como cantar. El canto, cuando se volvió canto y se apartó del habla, consistió en acentuar, aminorar, alargar y abreviar la intensidad natural de las palabras. Escuche una lengua que ignore y detectará de nuevo el canto que, por el desgaste del hábito, ya es imperceptible en su propia lengua, y encontrará además que ese canto es entre sus hablantes el principio de la comprensión.
Alguien, quizá el mismo que se tropezó con la fórmula del fuego o la misma que se detuvo en los ciclos de las semillas, tuvo que preguntarse sobre el destino de esos golpes de aliento con que interrumpía al viento, al río y a los pájaros. Si sentía las palabras en el cuenco de los dientes como un pan en la boca, ¿por qué al dejar la boca parecían nunca haber existido, nunca haber tenido un cuerpo? ¿Cómo pueden ocupar espacio las cosas invisibles y además pesar tanto en la cabeza? ¿Cómo se metieron en el cráneo si el cráneo, en días de buena suerte, no tiene hoyos? ¿Las palabras eran acaso como las semillas, que se iban esparciendo entre los surcos del aire y cuyos brotes eran las palabras de los otros? ¿Eso significaba que un hombre que hablaba solo y que sólo recibía eco era un hombre que no daba fruto?
Pause de nuevo e imagine: ahora la grafía.
Tras alcanzar las palabras con la modulación del aire y el amansamiento de la traquea, el simio paciente, estupefacto porque las palabras se le escapaban de la boca sin promesa de retorno, sintió una urgencia de registro, y sobre efímeras tablillas de arcilla, que era también el elemento de su origen, comenzó la labor meticulosa de componer, con la extensión de su brazo y de su voluntad que era ahora el estilete, dibujos que representaban cosas. Con la muesca que abría el estilete en la arcilla húmeda y que luego fijaban el aire y el sol, hacía inventario de sus esclavos y sus bestias, mandaba mensajes a los confines de la tierra, sustituía la justicia de los dioses por las leyes de los hombres, contaba las redenciones y los traspiés de sus héroes oscuros. Y al paso de los siglos y de los imperios, los dibujos de las cosas fueron convirtiéndose en letras y las letras en rayos que hendían el horizonte del papiro y del papel. De modo que, en esencia, un escritor es un dibujante y la letra, un dibujo con sus curvaturas y sus rectas que constituyen un paisaje, y sigue siendo, como en las primeras tablillas, una grieta en la sosería de la superficie por la que se precipitan todas las voces muertas y en donde se alojan una multitud de animales y de plantas y de esferas. Si no cree que la palabra es un rayo, haga esta prueba: cambie la ka por la ce y cuénteme si Cafca alumbra con tanta potencia y tanto furor de hundimiento como Kafka.
Pero las palabras no eran ajenas a las labores mundanas de los simios pacientes: las palabras eran como el arado. Una cabeza de buey, abstraída y corrompida con un giro y puesta sobre dos patas en su tránsito de los jeroglíficos egipcios al latín, vino a convertirse en la A y en el aleph: en el principio de todas las cosas estaba un buey. La M hereda el rumor del mar; la O es un ojo sin ganas de parpadear y hambriento de luz; la P es una cabeza sobre un cuello que parece un tronco; la H conserva la altura y la firmeza de un muro. El alfabeto encontró su sofisticación en la reafirmación de su primitivismo. Puesto que en el dibujo entero de muchos de los alfabetos actuales se intuyen los paisajes y los elementos del mundo antiguo —casas, pescados, ganchos, palos y armas—, escribir en estos tiempos una oración equivale a convertir el tiempo en un ovillo y en una paradoja: mientras en las mil lenguas de la Tierra los sonidos del alfabeto retumban con sus fonemas actuales, las formas del alfabeto convocan el pasado distante. El dibujo antiguo contiene y fomenta todas las variaciones sonoras del presente: se ve el pasado y se nombra el presente. La escritura es el derivado, ya invencible, de la pintura rupestre, y el tiempo no existe.
Tras la escritura vinieron los signos de puntuación para determinar la jerarquía y la función de las palabras, que hasta entonces, sin espacios ni divisiones, parecían en los manuscritos las bifurcaciones de un solo laberinto. No vinieron para moderar la respiración, como suele sostenerse: una coma, un punto y un punto y coma no equivalen a silencios de negra, redonda y blanca. Son instrumentos para combar las realidades de las palabras de su entorno, como agujeros negros. Y aunque parezcan variar y dilatar el ritmo, la progresión, el galope y el baile de las oraciones, no son, como lo muestra esta oración, que se quiebra y se requiebra, pero no rompe su sentido ni rompe con la sintaxis en favor de un intervalo de silencio para regalarles a los pulmones un descanso y un respiro que anhelan en medio de una oración cabalgante que parece que nunca va a acabar y que ya ha hecho olvidar al lector su principio y su origen, indicaciones de pausa, sino dispositivos de sentido y narración.
Como la rueda y el arado, las palabras son una tecnología: un apéndice prensil de los pensamientos. Sirven, como el arado, para abrir surcos y voltear la tierra. Sirven, como la piedra de chispa, para fundar el fuego. Al leer se entra en ciertas casas viejas, se lee un cierto fuego antiguo y también cierto humo que se les metió por las narices a los muertos remotos de nuestra estirpe.
Mi correo: juandtorresd@gmail.com