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Celebrar los cien años del nacimiento del maestro Petronio Álvarez hacía parte de la emotividad con la cual 150 mil personas batían sus pañuelos al aire.
Las inspiraba “Bello puerto del mar mi Buenaventura”, el estribillo que él nos enseñó a tararear. Formaban olas rítmicas que por cuatro noches inundaron las canchas panamericanas de Cali. Unas veces respondían a un aguabajo que tocaban marimberos de Tumaco; otras a una juga que salía de los violines caucanos de Suárez; las terceras al arrancapolvo de una chirimía quibdoseña y las cuartas a fusiones de trompetas y marimbas. La potencia de los tambores unía a los géneros musicales que festejaban el XVIII Festival Petronio Álvarez de Música del Pacífico. De ellos, unos emitían voces graves que dialogaban con las agudas de un cununo macho, el cual a su vez conversaba con guasáes de guadua meneados por cantaoras mayores de voces ásperas. Lejos de los conservatorios, ellas se forman interpretando alabaos en novenas para despedir a un muerto o adorar a la Virgen.
A esa masa armónica la formaban barras representantes de colonias de Guapi, Timbiquí, Barbacoas, Istmina, Quibdó, Villarrica o Puerto Tejada. Las cámaras de televisión las mostraban animando a los conjuntos musicales de sus amores, y de esa manera erigían puentes con familias del mismo origen sentadas frente al televisor quizás en una comuna de Medellín. Hay quienes escriben para que desaparezca esta muestra de ritmos afrodiaspóricos. A esos críticos les vendría bien fijarse cómo el festival teje a quienes vienen con sus instrumentos y canciones desde selvas y ríos lejanos, con quienes fueron desterrados por la guerra desde sus territorios ancestrales y se han tenido que refugiar en ciudades como Cali, buscando la seguridad perdida.
Los detractores también podrían tomar nota de cómo al Petronio lo cimienta una pirámide de escuelas de músicas tradicionales que con mucho esfuerzo han comenzado a florecer por el litoral y la zona plana del Cauca. Pese a la precariedad del presupuesto, el Estado asume su responsabilidad constitucional de salvaguardar y amparar patrimonios que como el de las músicas y cantos de marimba forman parte del inventario que la Unesco elabora para toda la humanidad. Hoy, niños y niñas les preguntan a sus abuelas y abuelos cómo cantar, tocar o fabricar instrumentos en vía de extinción. Participan en concursos que auspician los colegios para crear una generación de relevo que llene el vacío dejado por los sabedores ancestrales que han caído víctimas del conflicto armado. A esa tragedia la enmarca una degradación ambiental que ya amenaza la talla de instrumentos como las tamboras, debido a la falta de árboles de “banco”. Hoy los luthiers modifican galonetas de plástico para que produzcan una percusión afinable con los instrumentos ancestrales.
En la antesala del escenario musical había ventas de muñecas de damajagua; encocaos de camarón o arroz chocoano “clavado” con longaniza y queso costeño. También del biche que se destila en alambiques de barro y del cual se deriva el “tumbacatre” que acicatea la imaginación esperanzada de compradores y compradoras. En 2014, entre el 13 y el 17 de agosto, Cali volvió a escenificar pedagogías que aumentan nuestra sensibilidad hacia patrimonios culturales de comunidades negras. La defensa de ellos deberá figurar dentro de los programas para el posconflicto y de la Alianza para el Pacífico.
