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El 7 de agosto de 2022 fue un día de estremecimientos insospechados, como el que nos causó Francia Márquez debido al derrotero que propuso: “que la dignidad se haga costumbre”. Ahora nos corresponde a los docentes explorar cómo estimular a nuestros estudiantes para que identifiquen y rechacen el ninguneo y de esa manera se desacostumbren a la indignidad. Sin embargo, por si fuera poca la sorpresa, ese día la vicepresidenta se proclamó ombligada, es decir, hermanada con su territorio luego de que allá en Suárez su madre hubiera prolongado la costumbre de sembrar su placenta o su cordón umbilical con un arbusto cultivado con anticipación en espacios de agricultura femenina, como el patio o la zotea. No sé si —como lo hacen las afrobaudoseñas— esa mamá le hubiera enseñado a su niña a llamar mi ombligo a ese arbolito que crecía al mismo tiempo que lo hacía ella, y que al final de la vida, lo ideal fuera que su sepultura estuviera cerca de ese ombligo, sin lápida, pero marcada con otro árbol, símbolo de vida.
A las conmociones de esa tarde contribuyó la multitud de gente negra, afrocolombiana, raizal, palenquera e indígena que —como nunca antes— desbordaba la plaza de Bolívar. Muchas de esas personas debieron recordar que —conforme le había sucedido a nuestra vicepresidenta— sus madres o sus parteras también las habían ombligado. Manuel Zapata Olivella enseñó que esa manera de armonizar gente y naturaleza hace parte de la religión del Muntu que nos legó la gente Bantú, embarcada con violencia desde los puertos de la desembocadura del río Congo a lo largo de toda la colonia, pero en especial durante el siglo XVII. Del mismo modo, Zapata hizo énfasis en que para esa espiritualidad vivos y muertos forman una unidad indisoluble, que orienta la cotidianidad, así el catolicismo se hubiera vuelto dominante. De ahí que tampoco fuera de extrañar que al final del juramento, Francia Márquez invocara a sus ancestros y ancestras.
Pese a que Zapata y otros intelectuales —por años— se hayan dedicado a realzar la terca continuidad de esas memorias, la pedagogía y los medios dominantes no han escatimado esfuerzos para negarlas, subvalorarlas u ocultarlas. Con respecto a este infortunio, la posesión presidencial de Gustavo Petro marca un hito en cuanto al realce de esos legados, y a la introducción de políticas para fortalecerlos.
Tener en mente esas herencias quizás permita comprender mejor la otra revelación del momento, la insondable profundidad de la violencia ejercida contra la gente indígena, negra y rrom. El pasado dos de agosto, la Comisión de la Verdad lanzó el libro “Resistir no es aguantar: violencia y daños contra los pueblos étnicos”. Como el resto de los volúmenes ya publicados, este nos reta a que contribuyamos a superar el “modo guerra”, al cual —según la Comisión—nos hemos habituado. Nos corresponde el énfasis en enseñanzas que nos acostumbren al modo contrario, el de la solución dialógica de los conflictos, y por lo tanto de la paz. Pensando en ese ideal, he iniciado un seminario que explorará los dos grandes componentes del volumen que menciono, a saber “Corredores de conflicto armado en 17 macroterritorios étnicos”, y “Violencias, daños y resistencias de los pueblos étnicos en el conflicto armado”. Además nos detendremos en los testimonios que componen el libro “Cuando los pájaros no cantaban”. Si el examen de ambas publicaciones llegara a mostrarnos lo sucedido con los árboles-ombligo, con las zoteas y los patios donde las señoras los hicieron germinar, así como con los árboles-lápida de antepasados y antepasadas, sería posible apreciar el aniquilamiento o la pervivencia de aquella homobiósfera que crearon y mantuvieron indígenas, afros y rrom. La aprehensión de tal realidad, sin duda, cimentará una didáctica que nos desacostumbre al modo guerra.
* Miembro fundador del Grupo de estudios afrocolombianos de la Universidad Nacional y profesor del Programa de Antropología de la Universidad Externado de Colombia.
