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Afroetnónimos

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Jaime Arocha
06 de diciembre de 2022 - 05:01 a. m.
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Vuelvo sobre “Resistir no es aguantar” (RNA), el informe de la Comisión de la Verdad acerca del conflicto armado entre los pueblos étnicos de Colombia. Deja el sinsabor de que hoy hablamos de gente negra, afrocolombiana, raizal y palenquera por corrección política, cuando esa opción ha sido para corregir el subregistro estadístico, conforme a la reflexión que hicimos en el seminario al cual me he referido en columnas anteriores.

Para la Constitución de 1886 nos correspondía ser parte de una estirpe ibérica, hispanoparlante y católica. Los “indios” consistían en la disidencia que había tolerado la Ley 89 de 1890, pero tan solo mientras los misioneros lograran asimilarlos. Derrotado este último anhelo, los indígenas afianzaron la recuperación de sus nombres ancestrales, como los de Misak y Nasa para reemplazar los más populares entre los blancos de Guambiano y Páez, entre muchos otros. Lo contrario enfrentó la gente negra, porque los tratantes de personas esclavizadas reemplazaron las denominaciones como Lucumí, Arará o Bran por “negro” o “negra”, al mismo tiempo que equiparaban a esos términos con la inferioridad intelectual. Hubo rebeldes y hoy hay activistas que o retuvieron o restauraron parte de la memoria sobre su origen africano. Escribí cómo Jorge Bautista Valencia sustituyó los apellidos que honraban a quienes habían sido amos de sus tatarabuelos por Naka Mandinga y así mantener viva insumisión propia de la gente del Yurumangüí, con raíces en los mandingas del río Níger en Mali.

La Constitución de 1991 nos redefinió como personas plurales en lo étnico-racial, y a partir del reconocimiento de ancestralidades diferenciadas, legitimó autonomías territoriales, políticas, culturales y educativas. El haber retenido etnónimos indígenas como Wayúu o Cágaba ha facilitado identificar y contar a los respectivos pueblos sujetos de las leyes derivadas de la nueva constitución. Sin embargo, para la gente de ascendencia africana lo de “negro” ha impedido comprobar diversidades, máxime cuando buena parte de esa enorme comunidad comenzó a rechazar el término por sus implicaciones racistas. Entonces, ¿cómo saber a quiénes aplicar leyes como la 70 de 1993?. Dejar que el encuestador del DANE juzgara quién era la persona entrevistada y así escribiera “negro” o “negra”, vulneraba el derecho a que la encuestada fuera quien se adscribiera dentro de una agrupación étnico-racial, conforme lo ha dispuesto el Convenio 169 de la OIT. Ante la dificultad de legitimar etnónimos regionales como “libre”, usual entre las personas negras del Pacífico norte, o “renaciente”, entre las del sur, para el censo de 2005, el movimiento social afro acordó con el Dane mantener una categoría racial, “gente negra” y tres categorías étnicas, afrocolombiana, raizal —para los isleños de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, bautistas, hablantes del criollo de base Akán, lexificado en inglés—, y palenquera —para los descendientes de cimarrones algunos de quienes aún hablan una lengua criolla cimentada en el Kicongo, de léxico moldeado por el castellano—. Con todo y esta innovación, como puede leerse en RNA, el mismo movimiento afro aún objeta subregistros relacionados con el deficiente diligenciamiento de formularios censales.

Los “Corredores del conflicto armado en 17 macroterritorios étnicos” ocuparon otra parte de nuestro seminario. A esa reflexión me referiré en dos semanas, dentro de la añoranza por contribuir a que para nuestra cotidianidad adoptemos el modo paz.

* Miembro fundador, Grupo de estudios afrocolombianos, Universidad Nacional. Profesor, Programa de antropología, Universidad Externado de Colombia.

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