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Agroindustria, crueldad y violencia

Jaime Arocha

04 de agosto de 2014 - 10:30 p. m.

El Jardín Botánico José Celestino Mutis de Bogotá ofrece cursos de agricultura urbana.

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En el que tomé, dos compañeras hablaron de que se habían vuelto vegetarianas para sabotear la producción industrial de alimentos. La despreciaban por la crueldad hacia cerdos a los cuales les mutila sus colas para que no expresen emoción alguna o contra pollos a los cuales despica para que no canibalicen al vecino. En El dilema del omnívoro, Michael Pollan añade cómo a las vacas se las fuerza a tragar concentrados de maíz, pese a que sus cuatro estómagos estén adaptados para rumiar y digerir pasto. Hubo una charla sobre el suelo: debido a que lo pueblan millones de microorganismos e insectos, hay que tratarlo como un ente vivo.

Días antes, mientras recorría cañaduzales que rodean a la vereda de Morga, cerca de Cali, había observado el vínculo opuesto. Decenas de canales cercenan la tierra para drenar madres-viejas y lagunas, como las de La Diabla y El Diablo. Luego, la perforan para que sus pozos profundos remedien la sequía que deja el aniquilamiento de humedales. Sobre lo que eran espejos de agua, enormes tractores depositan el polvo que mata microbios y gusanos que perjudicarían unas cañas a las cuales hay que fertilizar con abonos que también se derivan refinando petróleo. A esos tallos los siembran en filas rectas y simétricas para que los machetes de los corteros y las aspas de las cosechadoras mecánicas ganen eficacia. A cada tanto un banderín de plástico blanco les dice a los pilotos dónde vaciar el “glisofato” que defolie los tallos y los haga más ricos en sacarosa. En el vecino corregimiento de El Hormiguero, los campesinos negros reniegan porque el mal tino de los aviadores les ha esterilizado sus cosechas alimenticias, y de esa manera ha favorecido la expansión agroindustrial. Esta práctica perversa data al menos de los años de 1950, según el libro de Mateo Mina, titulado Esclavitud y libertad en el valle del río Cauca.

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Los pequeños agricultores formados dentro de la matriz afrodiaspórica sí saben de la vitalidad del suelo: conocen las propiedades medicinales de lo que los agrónomos llaman malezas, y saben cuáles de ellas nutren a las avispas que, a su vez, polinizan flores como las del guanábano. Distinguen un pílamo de un samán antes de que tengan 10 centímetros de altura, y en Morga todavía tienen fincas de frutales que cultivan bajo la sombra de guamos y yarumos. Espacios ahorradores de agua, a los cuales los fertiliza el compost que producen las hojas que caen al piso y se van descomponiendo.

De la agroindustria son responsables expertos en acumular capital, interesados en las cualidades del suelo sólo para saber qué plantas y animales eliminar en aras de proteger la caña. Esta manera ecocida de producir contrasta con aquella agricultura refinada, que emula la sabiduría de la naturaleza, gracias al conocimiento de cultivadores que abominan herbicidas y pesticidas, y en su reemplazo promueven diálogos entre especies vivientes. Hoy, los primeros siguen en auge, gracias al lobby que practican a favor de subsidios a cargo de los contribuyentes, como sucedió con los de Agro Ingreso Seguro. Los segundos están en vía de extinción, despreciados por la supuesta ineficiencia de sus prácticas agrícolas y la ignorancia que —absurdamente— se le atribuye a la genética de las personas negras.

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