LOS ALUMBRADOS NAVIDEÑOS DE Medellín tienen fama de ser los más elaborados del país.
Involucran avenidas y parques del centro, barrios residenciales, el cerro Nutibara, y réplicas de la misma estética en los demás municipios del valle de Aburrá. Empero, son los montajes temáticos a lo largo del río los que atraen peregrinaciones multitudinarias. Entre los primeros días de diciembre y la fiesta de Reyes millones de destellos de flash se vuelven parte del espectáculo. Los fotografiados miran las pantallitas de sus cámaras digitales a ver cómo quedaron dentro de un pesebre o mordiendo un chorizo, porque a las instalaciones de luces las combinan con ventas de fritanga, de objetos de tradiciones artesanales basadas en héroes de televisión y de melodías como la Balada para Adelina de Richard Clayderman que interpretan indios disfrazados con cabelleras larguísimas, penachos de plumas y zampoñas enormes. Mediante altavoces potentes, promocionan su música como muestra de lo autóctono. A las atmósferas cargadas de ruidos estridentes y vapores de aceites de cocina abusados durante noches enteras, de azúcares de algodones rosados y de panelas de gelatinas de pata, las enriquecían vapores de amoníaco y desinfectante industrial que emiten los sanitarios portátiles apostados frente a las fritanguerías.
Fusionar un festejo cultural con la venta de comida y de objetos de unas supuestas autoctonías absurdas deriva en la trivialización y vulgarización de eventos de arraigo simbólico. En Boyacá, la fórmula también se les está aplicando a monumentos arquitectónicos, como la iglesia colonial y el palacio municipal de Tinjacá, hoy en día decorados con enormes pterodáctilos de plástico, conforme a los demás saurios del parque jurásico que una empresa monta en los alrededores de ese municipio. Sin embargo, la banalización del Puente de Boyacá ofende. Allá, a la Llama de la Independencia la rodearon de una estructura circular de tubitos luminosos que rematan en cuatro perfiles coloridos que insinúan sendos próceres del Bicentenario. Los bordes del puente emblemático de la batalla sobre el río Teatinos fueron delineados mediante tubos de bombillitas blancas y en ambas orillas apostaron perfiles luminosos de soldados de la época de la Independencia con sus bayonetas, quepis y pantalones azul celeste, según la representación popularizada por los desfiles diarios para izar o arriar la bandera nacional en el Palacio de Nariño. A la formalidad militar la rompen flamencos azules, flores y honguitos rosados o mariposas amarillas.
En la diagonal del puente erigieron un castillo con torreones y banderolas, dentro del cual flotan ángeles con coronas de neón. Entre el Arco del Triunfo y la Estatua en honor al General Santander, elevaron toldas para ofrecer tejidos, tiestos artesanales y comidas rápidas. Los verdes y blancos de esas carpas sugieren que si la Policía Nacional no auspició los tenderetes, sí los legitimó, arrasando la solemnidad de un lugar significativo para la memoria histórica nacional. No me llevo la mano al pecho cuando oigo el himno nacional, pero la vulgarización del Puente de Boyacá sí me pareció una profanación de mínimos valores nacionales.
* Grupo de Estudios AfrocolombianosUniversidad Nacional