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Me cuento entre los sorprendidos por la reciente descalificación que hizo Ramiro Bejarano del trabajo que llevan a cabo los ambientalistas.
Reacciono destacando, en primer lugar, el movimiento popular sobre el cual cada vez más se cimienta ese trabajo. Columnistas como César Rodríguez Garavito han exaltado esa raigambre, considerando su contribución al fortalecimiento democrático. En segundo lugar, reacciono por la acusación de que ese trabajo sea obstáculo para el desarrollo del país, cuando critica los absurdos de la alternativa de progreso que nos han impuesto, y propone formas de avance económico humanas y equitativas.
Uno de esos colectivos es la Veeduría Ambiental de La Calera. Su acción más reciente consistió en el plantón frente a la estación de gasolina que la multinacional Gulf construye en El Manantial. Ese lugar pasó de ser un reconocido yacimiento de aguas cristalinas, rodeado de un chuscal legendario, a ser candidato para la contaminación del embalse de San Rafael con posibles y probables vertimientos de gasolina y aceite para motores. La laguna artificial en riesgo recoge aguas provenientes del Parque Nacional de Chingaza. No obstante que esas aguas puras benefician a todos los bogotanos, pocos de ellos han actuado contra un proyecto que parece indetenible.
El mismo colectivo firmó la coadyuvancia de la acción popular que hace dos años vecinos de las veredas de El Triunfo y La Aurora iniciaron contra la Alcaldía y el Concejo municipales por los desarrollos viales y urbanísticos que el Plan de Ordenamiento Territorial de La Calera autoriza dentro del bosque alto andino. En Bogotá ese ecosistema ya es objeto de amparo estatal gracias a las recientes sentencias del Consejo de Estado. En particular, aun sin éxito, los accionantes han aspirado a proteger las zonas boscosas donde se recargan las quebradas que alimentan acueductos veredales como los de La Nutria, El Triunfo y El Ajizal, de los cuales dependen diez mil personas.
Esos intentos de salvaguardia también involucran la desidia de las autoridades para controlar la expansión de sembrados de papa y zanahoria en los páramos de la región. Los agroquímicos para esos cultivos se escurren a los manantiales, acabando con la potabilidad del agua.
Bejarano usó la noción de “extremos” para desacreditar a los ambientalistas. Sin embargo, uno habría deseado más radicalismo para oponerse al modelo que rige el futuro de esa región y del valle de Sopó. Allá, la compra de hectáreas para vender metros urbanizados va convirtiendo una zona de fertilidad agrícola excepcional en campos de golf y tenis rodeados de conjuntos residenciales de cinco estrellas a los cuales hoy custodian quienes hasta hace poco eran campesinos autónomos.
La desatención en la cual el Estado ha mantenido a los pequeños agricultores explica la precariedad de sus fincas y su sin salida económica. La distorsión de semejante modelo crece al considerar que para mantener la exclusividad social de esos espacios ha sido necesario trasladarle la seguridad alimentaria del país a los Estados Unidos y Europa, mediante los tratados de libre comercio. ¿Será posible la paz en el marco de semejantes aberraciones?
