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'Americanah' de Adichie

Jaime Arocha

23 de diciembre de 2013 - 06:00 p. m.

Llevamos más de una semana agobiados por la probabilidad de que las arbitrariedades del procurador Ordóñez aplasten una alternativa de crecimiento urbano no depredadora que debe perfeccionarse sin soberbia, pero con gestión y pedagogía.

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He combatido el desasosiego leyendo Americanah de la escritora nigeriana Chimamanda Adichie. Consiste en especies de videoclips etnográficos, ordenados por tiempos muy diversos. La protagonista es Ifemelu, una joven nacida dentro del pueblo igbo, en trance de volver a Lagos desde la Universidad de Princeton. Luego de pasar hambre como estudiante sin beca, se hizo famosa por un blog sobre unas relaciones raciales que, al aterrizar en Estados Unidos, le enseñaron que para los gringos ella no era ni africana, ni africano-americana, sino una “negra”, objeto de un racismo triple que disimulaba la hipocresía. Alistándose para regresar, viajó desde su sofisticado centro académico al cercano Trenton, una ciudad de trabajadores donde sí había un salón de trenzadoras en un barrio de taxistas, aseadores, niñeras, estilistas y otros inmigrantes ilegales de Sierra Leona, Ghana o Benín, a quienes los unía huir de la pobreza. El espacio hervía, invadido por el sonido de dividís con películas piratas de Nollywood, la industria nigeriana que ocupa el quinto lugar en la cinematografía mundial. Aisha trenzaba y trataba de congraciarse con Ifemelu diciéndole que en África su hermana conocía a muchos igbos. Renegando mentalmente de que esa mujer senegalesa ya hiciera como los americanos y tratara a África como masa uniforme, Ifemelu le preguntó por qué no usaba el nombre de su propio país. Aisha respondió: “No conoces a América. Dices Senegal y los americanos te preguntan, ¿dónde queda ese país? Mi amiga es de Burkina Faso y creen que eso está en América Latina”.

Al otro lado del Atlántico, en Londres, los clips eran acerca de Obinze, el amor eterno de Ifemelu, quien una noche ya fue incapaz de limpiar excrementos dejados por fuera de un inodoro y se rebuscó otra manera de pagar un matrimonio ficticio que le garantizara visa de trabajo y un futuro menos sombrío del que había vivido en Lagos. Infortunadamente, la policía lo deportó después de descubrir la treta de la cual, entre muchos otros, vivía un congolés mofletudo y bravo. De nuevo en Nigeria, una prima le presentó a un chief (¿cacique?), quien lo vinculó con la compra de tierras rurales y la demolición de patrimonios arquitectónicos para construir lujosos conjuntos cerrados. Hecho multimillonario, Obinze conoció a quienes vivían de otras formas de corrupción, como la venta de medicamentos adulterados y el robo de petróleo del delta del Níger para embotellarlo de contrabando hacia Cotonou en Benín. Entre tanto, gracias al blanqueo de dineros ilícitos florecía la banca y así se convertía en imán para profesionales emigrados, como Ifemelu. Al comienzo ella puso al servicio de los nuevos ricos los saberes adquiridos en Princeton y Nueva York para que ellos refinaran sus gustos y aparecieran en las revistas del corazón tomando vinos añejos, rodeados de arte europeo. Ojalá nos llegue pronto una novela que muestra que no estamos solos en la urgencia de vencer la corrupción y sustituir el modelo de desarrollo basado en la especulación y el ecocidio por uno con dimensión humana.

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