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Apartheid de facto

Jaime Arocha

31 de mayo de 2021 - 10:00 p. m.

En el informe de Human Rights Watch —El umbral superado: las autoridades israelíes y los crímenes de apartheid y represión— hay analogías con las respuestas armadas que el presidente Iván Duque les da a quienes comenzaron a manifestarse el 28 de abril. En 1973 las Naciones Unidas convocaron a una convención que clasificó al apartheid como crimen contra la humanidad, y desde 2002 establecieron que los victimarios son susceptibles de enjuiciamiento por parte de la Corte Penal Internacional, en caso de impunidades comparables a las que ya evidencian la fiscalía de Barbosa, la procuraduría de Cabello y la defensoría de Camargo. El distintivo fundamental del apartheid es la normatividad explícita para que un grupo racial que se define como superior persiga, discrimine, segregue y ejerza opresión y dominio sistemáticos sobre el que define como inferior.

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En Colombia no hay leyes de apartheid, y aquí acatamos el mito de origen según el cual el mestizaje le dio vida a la democracia, allanó diferencias por el color de la piel y así evitó el racismo. Sin embargo, este paro ha destapado viejas realidades: una, que el mestizaje digerible es el que blanquea a indios y negros. Al que indianiza y africaniza a los blancos lo descalifican con términos como los de lobo o simio para perpetuar la inferiorización que el régimen de castas sí instituyó a finales del siglo XVIII.

Mediante la Constitución de 1991 la mayoría de colombianos optó por una ciudadanía más fundamentada por la historia que por la apariencia física. Sin embargo, en 2002 proliferaron los intentos por demoler ese estatuto. Fernando Londoño, ministro del interior del primer uribato, decía que una de sus prioridades sería desmantelar una carta aún manchada por la sangre que los antiguos guerrilleros firmantes habían hecho derramar. Siguieron años de añorar el renacimiento de Rafael Núñez y de la Constitución de 1886.

Si bien en Colombia no hay ley de apartheid, sí existen los delitos que lo caracterizan. La “gente bien”, monopolizadora del poder y la riqueza, se define a sí misma como de estirpe española, pero angloparlante. Marcha en silencio y vestida de blanco al estilo del del Ku Klux Klan, amparada por una policía cómplice de los disparos que hace desde sus camionetas blancas hacia la minga. El Centro Democrático y sus aliados esperan a que por fin los indios se vuelvan dóciles y se enclaustren en sus resguardos. Otra de esa “gente decente” clamó por colectas para abalear a las minorías étnicas. Desde 1997, en especial, fuerzas armadas y paramilitares han sometido a las comunidades negras de ambos litorales ya sea al destierro o al confinamiento, y en Cali han pasado al menos 50 años de reclusión de gente negra en Siloé y Aguablanca. Algo comparable sucede en Usme y en los escarpados estériles que rodean a Soacha o en el barrio Nelson Mandela de Cartagena. Sowetos colombianos donde los desposeídos que ya no aguantan más hambre se lazan contra la tiranía que Francia Márquez denunció en el discuro que ofreció el 4 de mayo en Siloé, tiranía que no es de una vía como el apartheid de judíos contra palestinos, sino de tres, contra gente negra, india y mestiza oscura. Su argamasa es ese odio visceral al cual engrandeció el No a la paz y la consecuente ilusión de que lo que vendría de ahí en adelante sería más plomo. Plomo que enmarca el decreto 575 del 28 de mayo mediante el cual el presidente Duque pretende ponerle fin al paro, pero que motiva a los manifestantes para ser aún más creativos y expresar cómo perciben esa política: “nunca habíamos visto la inversión de nuestros impuestos, hasta que nos dispararon con ellos”.

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* Profesor, Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia

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