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El miércoles pasado, al sentarme en el puesto del avión que me traería a Bogotá, caí en cuenta de que se me había olvidado el pan francés y el jamón serrano que hace 15 años Antonio Caballero recomendó para librarse de la comida de aerolínea. No recuerdo dónde publicó esa sugerencia que, además de divertida, criticaba a los monopolios del espacio aéreo. Hacía ya varias semanas que estaba mocha la liturgia dominguera de leer Los Danieles en voz alta. Ahora el vacío es irremediable.
Después de la eternidad pandémica, el pasado 28 de agosto volví a escribir en un tablero, frente a un grupo de estudiantes de carne y hueso. El escenario de mi clase era el colegio público de Puerto Meluk en el medio Baudó. En unas instalaciones dignas, abríamos las sesiones de una Cátedra de Estudios Afrocolombianos que oriente a maestros y maestras en el diseño de proyectos sobre la historia y cultura de las comunidades negras.

Ese día madrugamos para tomar la vía de Quibdó hacia el san Juan, ya pavimentada. Si el viaje hubiera sido hoy, la guerra desplegada alrededor de Istmina nos habría impedido tomar el ramal hacia Berrejui y Pie de Pepé, dos puertos sobre el río Pepé afluente del Baudó. Ya no los podía reconocer por la tala de sus selvas, los arrumes de trozas de madera listas para que se las lleven los camiones, además de las casas del extraño Drywall con letreros de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia. Dejan poca duda de quién ejerce el poder en la región. Entre más se repetían esas pintas, más sensación de inseguridad, pese al respaldo que teníamos de nuestro anfitrión, el Consejo Mayor de la Asociación Campesina del Baudó, a cuyos miembros los ampara la Unidad Nacional de Protección.
En el desayunadero nos encontramos con un exalumno de la Nacional contratado por una oenegé que apoya a la Comisión de la Verdad. Debía acopiar testimonios de víctimas del conflicto, pero su grabadora más bien registraba silencios, estrategia para sobrevivir en medio de un terror que también explica la gran cantidad de indígenas desplazados desde los cursos superiores de los afluentes. Algunas de las jóvenes Embera iban vestidas a la moda; otras torsidesnudas, como la que llevaba a un bebé amarrado a la cintura y otros dos, cogidos de su mano, de cabellos desteñidos, evidencia del kwashiorkor. Desnutrición y guerra han ido de la mano, y ojalá esa tragedia no resquebraje las relaciones de compadrazgo sobre las cuales ambos pueblos han edificado su convivencia pacífica.
En términos de esa coexistencia, fue relevante conocer el proyecto que una de las maestras intenta desarrollar alrededor del plátano. Los indígenas sobresalen en su cultivo y la gente negra en una comercialización a la cual le dio un respiro el hoy maltrecho proceso de paz.
Esa repartición de labores consiste en un diálogo intercultural que ojalá documenten las alumnas y alumnos a quienes la profesora entrenará para que les hagan buenas entrevistas a las personas mayoritarias, conocedoras de las prácticas de agricultura y culinaria acorraladas por las armas. ¿Podrán valerse de sus teléfonos celulares? Ese viaje nos enseñó que filmar o fotografiar pueden ser actividades de alto riesgo. Quizás también lo sea hacer grabaciones sobre daños culturales por el conflicto.
Otra maestra propone explorar cómo reciclar basuras, algo que urge, considerando que casi todos los líquidos potables llegan en botellas de pet, mucha gente arroja los tapabocas a la calle y abunda el abandono de placas de yeso-cemento con sus perfiles de aluminio, materiales de construcción que desplazan a los tradicionales de madera y cuyo uso es absurdo, considerando cómo el clima húmedo y caliente de la región los desintegra, más no descompone. Resultan tanto de las nuevas riquezas que llegan con la exportación de cocaína, como del asentamiento de sus promotores foráneos, ignorantes de las lógicas de las selvas tropicales. La profesora ya tiene una bodega llena de desechos, pero no la tecnología para transformarlos.
Un poco antes de terminar nuestros talleres, nos mostraron fotografías de los vestidos hechos de hojas de plátano con los cuales desfilaron niñas del colegio el año pasado en el respectivo reinado. También, ilustraciones de empaques y otros usos de una mata que, según esos docentes, produce el mejor plátano del mundo. Pese a lo hiperbólica que sea esa narración, las de su tipo son fundamentales para crear sentidos de solidaridad y pertenencia social, quizás las mayores necesidades en esta coyuntura aterradora que puede llevar a la desesperanza.
* Profesor del Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia.
