El pasado 2 de diciembre, despedimos a Robert Earl Friedemann. Fue profesor de literatura inglesa, pintor, dibujante, diseñador de joyas y pianista. Tuvo dos amores a primera vista: el que sintió por Nina Sánchez Abella cuando la conoció en Los Ángeles, y a quien, en 1961, de manera muy hippie, esposó en Las Vegas. El segundo fue por los frailejones y orquídeas de tierra fría. De ahí que desde que se viniera de los Estados Unidos, insistiera en tener finca en la Sabana, le parara menos bolas a su ancestralidad ucraniano-escocesa y se negara a regresar a su natal Pittsburgh. El mundo alto andino lo hacía sentir realizado.
En pocas ocasiones acompañó a Nina en su trabajo de campo con la gente negra, pero los logros de ella fueron posibles porque él cuidaba la casa y a sus dos hijas, Nancy y Greta. Sin embargo, sí se fue con ella hasta la aldea selvática de Los Brazos, sobre el río Güelmambí (Nariño). Contribuyó con un hallazgo significativo para la etnografía afropacífica. Vio que a un cerdo le daban de comer en un recipiente ovalado. Pidió que se lo mostraran y se halló con una hermosa y muy sofisticada talla en madera de las que llamaban “bateas y de moro”. Las desechaban una vez cumplían su misión de albergar a nenes y nenas hasta que adquirieran sus “almas sombras”, las segundas que ganaban al dar los primeros pasos. Esa batea apareció en la carátula de “De sol a sol: génesis, transformación y presencia de los negros en Colombia” y en la contracarátula de la reedición de ese libro que llevó a cabo la Universidad del Cauca en junio de este año.
De ese terreno etnográfico nació Minería, descendencia y orfebrería artesanal: litoral Pacífico colombiano, obra que iluminó cómo las familias extendidas se entrelazan en enormes troncos desparramados sobre las geografías de la migración para reglamentar el dominio comunitario sobre los territorios legados por los antepasados, a los cuales hoy ya legitima la Ley 70 de 1993. A ese volumen lo ilustran carboncillos mediante los cuales Bob representó a los mineros artesanales a quienes conoció hacia 1969.
A don Roberto, como algunos lo llamaban, lo conocí en octubre de 1977. Su hija Greta, de once años, me invitó a seguir al estudio de Nina, escenario de intensas discusiones sobre los pueblos étnicos de Colombia. Eran las doce cuando me sorprendí al oír un nocturno de Chopin. Salía de un piano de sonoridades exquisitas. Es Bob y hora de alistarnos para el almuerzo, me dijo ella.
Antes de mediodía, él dejaba de pulir las joyas que moldeaba y salía de su estudio con aquel gato siamés que Nancy plasmó en lienzos que cimentaron una carrera que hoy es de reconocimiento internacional. Se pasaba para la cocina y cuando quedaba lista la receta del día, continuaba hacia la sala a tocar el piano Baby Grand que lo acompañaba desde su niñez y había traído de los Estados Unidos.
Su alma sensible nos acompañó de maneras inesperadas. En 1981, nos fritó una pechuga para el recorrido hasta puerto Gaitán donde nos presentamos ante Miguelito Gaitán y Luis Pérez, exalumno de la Nacional de Manizales, exilado en el Llano por su activismo político. Dijeron que no nos apoyarían. Supusieron que practicábamos lo que hoy llaman “extractivismo cultural”. Bueno, dijo Nina, pero antes de irnos, los invitamos a compartir el fiambre que trajimos. Dijeron si y a los dos días ya estábamos en el resguardo de Corocito. Hacía una semana que allá una madre guahiba había dado a luz. Nos pidió que cargáramos a la bebé, la apadrináramos y bautizáramos “Nina”.
Gracias a las artes culinarias de Bob, a finales de 1981, publicamos “Guahibos: maestros de la supervivencia”, el primer capítulo del libro Herederos del Jaguar y la Anaconda. No obstante, su acompañamiento no solo fue asunto de cocina, sino de solidaridad, empatía y compasión. Si a Trump lo habitara siquiera una “minchita” de alguna de las cualidades de don Roberto, quizás hoy no tendríamos pesadillas acerca del fin del mundo.