Patrimonializar es perennizar, conforme lo expuso la antropóloga húngara Anne Marie Losonczy.
El pasado 29 de abril en la Universidad Nacional se refirió a la antigua Yugoslavia y a la masacre de Bellavista, Bojayá. Para ella, los analistas del Holocausto —en hebreo Shoá, La Catástrofe— contribuyen a generalizar el supuesto de que convertir en patrimonio las huellas del trauma coadyuva en la sanación de las víctimas. Con esa idea en mente, Losonczy viajó a Mostar, una ciudad de Bosnia-Herzegovina, cuya reconstrucción simboliza el perdón entre serbios y croatas. Quizás ha sido más convincente para los turistas que para quienes aspiran a no olvidar lo que sufrieron. Así exigieron que dos antiguas joyas arquitectónicas se mantuvieran en ruinas y además resguardaran otra memoria, la de la civilización que habían vivido al pertenecer a la monarquía austro-húngara.
Para la expositora, en Bellavista los sobrevivientes tampoco se identifican con el monumento oficial, un libro de piedra con los nombres de los muertos que causó el cilindro que las Farc-EP lanzaron contra la iglesia del pueblo. Que les dejen el templo como quedó y las ruinas sean la voz perenne del dolor. Que el piso siga saturado con la sangre de aquellos caídos a quienes desearían venerar en calidad plena de santos vivos, índole que no le atribuyen al Cristo que la explosión dejó sin una pierna y un brazo, pero a quien dotó de la capacidad de hacer milagros y lo ascendió a la misma posición divina que ocupa la vitela del Ecce Homo venerada en Raspadura, sobre la cuenca del río San Juan.
“Caídos” es el nombre que da cuenta de los seres matados en masa, quienes quizá sigan sin ser los santos que encarnan todos los ancestros. El enterramiento simultáneo de decenas de cadáveres impidió que a los agonizantes les ofrecieran la ocasión de recorrer sus pasos e irse en paz con familiares, comadres y compadres. En sus velorios y últimas noches de la novena les cantaron unos alabaos que por la premura no habían figurado en los sueños que inspiran a las cantaoras. A los niños y niñas los despidieron entonando gualíes de afán, y sin los bellos pabellones de cintas y flores de colores que llevan madrinas o padrinos en procesión hasta el cementerio. Allá las palmas de Cristo no alcanzaron para marcar cada sepultura. Difícil saber si así pudieron volverse angelitos.
Losonczy se refirió a otro acento del trauma: el pueblo nuevo que el Estado construyó lejos con casas de cemento dándole la espalda al río. La arrogancia impidió comprender a unas personas que siempre se habían despertado regocijadas por el brillo de las aguas. La madera les había permitido rehacer o mover sus casas anticipándose a la bravura de los climas atrateños. Claro está que no se salían del perímetro que delimitan los ombligos, es decir, los árboles plantados sobre las placentas de los recién nacidos de cada familia. Hasta los años de 1980, en el Pacífico sur existía la tradición de tumbar la casa del difunto y repartir las “vigas mámas” para que hijos e hijas hicieran las suyas. En el Chocó a esas vigas que pasan de una a otra generación las llaman trúntagos o guayacanes. De ahí que en uno de los alabaos más conmovedores las cantadoras le deseen a la persona muerta que pueda llevarse sus guayacanes. Sin ellos, a los santos vivos les queda difícil hacer sus casas celestiales.
*Miembro fundador, Grupo de Estudios Afrocolombianos, Universidad Nacional de Colombia.