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'Cajambre' y la paz

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Jaime Arocha
14 de octubre de 2014 - 03:45 a. m.
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El 9 de octubre, las sextas jornadas de Poesía que auspició Corpoulrika con algunas universidades de Bogotá incluyeron un conversatorio sobre la novela Cajambre (Bogotá, Ediciones B, 2012) del poeta nadaísta Armando Romero.

Ésta nació de las experiencias del autor cuando tendría 20 años y viajó al aserrío de un tío en ese río al sur de Buenaventura. Su descripción de la cultura del Afropacífico es tan respetuosa, que logra retratar la sensualidad de la heroína Ruperta, sin caer en la estereotipia usual acerca del cuerpo negro. Plasmó la confluencia de sentimientos que ocasionó la última noche de la novena para el buen descanso del alma —“sombra”— de esa bella mujer, en especial cuando los deudos cantaron que en el cielo ya la esperaba su casa de vigas de guayacán. Como los etnógrafos hemos tenido dificultad para identificar esa construcción celestial, y Romero vive en el extranjero desde 1967, le pregunté cómo se había vuelto competente en la espiritualidad afrocolombiana. Cuando venía, entrevistaba a los familiares que vivieron en esa región por muchos años, así como a dos maestras y a una empleada de por allá. Además, apeló a préstamos interbibliotecarios desde la Universidad de Cincinnati donde enseña. Del acervo acumulado, tan sólo usó aquellos rasgos y hechos sustentados por dos fuentes.

Debido a esta ficción hecha de rigor empírico, valoré el énfasis de la novela sobre medios heterodoxos para resolver conflictos. Uno de los paisas que Romero encontró había sido pájaro en el Dovio. Se asoció con otro que explotaba a las recolectoras de “piangua” (concha del manglar) mediante deudas incancelables por los adelantos de mercancía del comisariato que había montado. A la brava, esos dos mestizos de los Andes habían tomado posesión de las tierras ancestrales de mineros y agricultores, quienes optaron por el cimarronaje y la alianza con Ruperta, organizadora de la resistencia pianguera. De ahí la alerta armada que mantenían esos colonos.

Los móviles de la muerte de Ruperta formaban espirales de chismes a cargo de “chirimbolos”, “teletipos locales” capaces de convertir “mentiras en pura verdad de mentira”. Así la reiteración de historias múltiples que oscurecían la original sobre el supuesto asesinato de la mujer a manos de un colono suizo, terminaron por disuadir a los paisas que tenían sus armas listas para vengarse de aquel extranjero, quien ponía en riesgo las aspiraciones monopólicas de ellos. En el escenario del velorio, toda esa gente de diversos orígenes se iría apaciguando a medida que compartía el biche fresco, la culinaria fúnebre de animales de monte y el estremecimiento emocional por el canto de alabaos al ritmo repetitivo de las marimbas. Para Romero, de esa conjunción de especificidades culturales dependió el que, entre los años de 1940 a 1970, a orillas de los ríos Cajambre y Timba no hubiera pelechado la violencia partidista.

De haberse prolongado, la novela quizá habría involucrado la inserción permanente de la violencia por los territorios de la gente negra para cultivar coca y palma, así como el consecuente aniquilamiento de aquellos escenarios pluriétnicos para el tejido infinito de la palabra al ritmo de alabaos y marimbas. Reitero el interrogante de otras columnas: ¿Cómo llenar el vacío que dejarán aquellos medios disidentes para resolver el conflicto sin matarse?

 

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