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Camilo y daño cultural

Jaime Arocha

15 de febrero de 2016 - 09:00 p. m.

En 2013, la escritora camerunesa Eleonora Miano recibió el premio Prix Femina por su novela histórica La estación de la sombra, disponible en español gracias a Casa África de España. Ella escribe:

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“Eyabe se abraza al [árbol bajo el cual enterró la placenta de Mukate, su primer hijo], el que acababa de entrar en la edad adulta cuando se lo arrebataron. Allá donde estés, dice, ¿oirás mi corazón llamarte? Sé que has sufrido. Ayer viniste a mi sueño… Perdóname por no haber comprendido enseguida. Si vuelves, me abriré y te acogeré de nuevo”.

El rito de hermanar a los recién nacidos con la naturaleza, y venerar al árbol respetivo, aparece en otras obras del mismo género. En Segú: la saga de los Traoré en el África de los siglos XVIII y XIX, Maryse Condé se refiere al duval como el bosque divino que contiene las placentas de los nenes y nenas nacidos en ese reino a orillas del río Níger. Por su parte, Emanuel Dongala abre su novela El fuego de los orígenes con la misma forma de enterramiento, pero para Lubituku, una aldea situada al sur, en la cuenca del río Congo.

Volviendo a Miano, ella fundamentó su obra en testimonios que gente del sur de Benín aún relata a propósito de la manera como —durante el siglo XVIII— los europeos les entregaron mercancías y armas a reyes y reinas de etnonaciones costeras —Isedu en la novela— para dominar a los Bwele y forzarlos a que secuestraran a los Mulongo del interior, a quienes deportaron más allá del océano, al cual —por aterrador y desconocido— llamaban pongo.

De haber llegado al Chocó, es muy posible que personas como aquellos mulongo de esa novela, o los traoré de Segú y los bantúes de Lubituku, habrían hallado que las madres de nuestras selvas también sepultaban las placentas de sus niños y niñas, y que lo hacían bajo un árbol cuya semilla habrían puesto a germinar en sus zoteas, las plataformas con canoas viejas para cultivar plantas medicinales y aliños. Ese medio de cultivo femenino tiene unas dimensiones sagradas, que en el alto Baudó —conforme ya lo documenté en este espacio— han sido profanadas por guerrilleros del Eln, ya sea porque destruyen las parihuelas, o porque castigan a las señoras que las hacen. No obstante el que esas mujeres porten conocimientos refinados sobre botánica y medicina, para los guerrilleros, en su arrogancia, consisten en brujería.

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Al recordar la muerte de Camilo Torres hace 50 años, tengo la certeza de que él habría condenado el comportamiento al cual me refiero. Bien puede caber dentro de lo que la Corte Interamericana de Derechos Humanos tipifica como daño cultural, porque los victimarios habrían partido de convicciones eurocéntricas inflexibles mediante las cuales habrían subvalorado una tradición que aúna agricultura y sacralidad; además, estarían causando severos sufrimientos colectivos de larga duración, dada la probable amputación de un medio de identidad étnica de cuya extendida e ilustre genealogía dan cuenta las novelas citadas, entre otros documentos. Ojalá un acuerdo de paz con esa guerrilla consista en un paso para evitar procederes que dañan consciencias compartidas, a los cuales la jurisprudencia internacional ya condena (http://bit.ly/1kx0Q2A).

* Miembro fundador, Grupo de estudios afrocolombianos, Universidad Nacional

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