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Científicos de kínder

Jaime Arocha

11 de mayo de 2015 - 09:32 p. m.

El cinco de mayo fue el día de la familia en la escuela donde mi nieto de cinco años cursa kindergarten.

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La bautizaron Raíces comunitarias, por la diversidad étnica que congrega. Queda cerca del parque Fort Greene en Brooklyn (Nueva York); es pública y pertenece a la categoría de las de fuero especial (“charter schools”), cuyos profesores se comprometen ante el Estado a lograr la excelencia en el desempeño de sus alumnos, a cambio de máximas libertades para innovar la pedagogía. Saben que de no lograr las metas que ellos  se fijan por consenso, la institución pierde su carácter especial.
 
A las 8:30 a.m.,  mi hija, su esposo, mi nieto y yo entramos al salón hechos matas de nervios. Se trataba de explicarles a los compañeros del niño cómo éramos. Me sorprendió hallarme dentro un salón sin dibujos  del Pato Donald o de la Bella y la Bestia, conforme a los que he hallado en las visitas que hago a las “instituciones educativas distritales”. A los espacios que no cubrían las bibliotecas llenas de libros infantiles, les habían pegado dos grandes muñecos de papel que por esos días dos niñas habían hecho. Mientras comenzaba la sesión, un padre que había llevado a su niño, le leía un cuento a él y a dos niñas. 
 
Eran las 9:00 cuando la maestra, Lorrie, llamo al orden. Nunca levantó la voz, ni dejó su trato afectuoso, firme, sin ambigüedades. Mucho menos les habló en esa media lengua que por condescendiente se vuelve repulsiva, sino como a personas adultas. Pese a que en el grupo aún no había ni escritores, ni lectores, les pidió tomar sus libretas de apuntes y  dibujar a los miembros de la familia que tenían al frente. Desplegó un mapa para mostrar que, de un lado, los antepasados habían salido de España y Colombia, y los del otro de Inglaterra y Alemania.
 
Hechas las presentaciones, a cada uno de nosotros nos localizaron con grupitos que oían lo que les teníamos que decir acerca de nuestra cotidianidad y de nuestros oficios. Mi yerno llevó un pequeño sintetizador y su computador portátil para que vieran y oyeran los sonidos de la música electrónica que él compone. Mi hija los dejó jugar con el aerógrafo que usa para hacer las selvas tropicales del Chocó que lleva años pintando y divulgando, y yo retratos de la reforestación de La Calera. Todos iban garrapateando dibujos en sus cuadernos, y poco parpadeaban para no perderse de nada. Me hicieron preguntas sobre las alas que le crecían a una chicharra que habíamos fotografiado hacía unas semanas, y uno me interrumpió para contarles a los demás que en la casa de su abuelo también tenían bebederos para colibríes. Pasamos al video de las abejas, a la cata de la miel que les había llevado, y a una gritería que Eliza, la codirectora del curso, fue silenciando con sonrisas, sin regaños.
 
Los abrazos apretados de las profes, las gracias  de los estudiantes y la cara de orgullo del niño consistieron en nuestros trofeos inmediatos. Sin embargo, días más tarde recibiríamos el más valioso: nuestro personaje nos pidió visitar los pabellones que el Museo de Brooklyn tiene sobre las civilizaciones egipcias. Nos sorprendió que, pese a que aún no lee, identificara con precisión las urnas que se usaban para momificar a los faraones. Dedujimos que la disciplina dentro la cual se forma le permitía asociar las imágenes de su librito sobre Egipto con lo que aparecía en las vitrinas. No dudábamos del éxito que lograban unas docentes del sector público comprometidas con la formación de observadores de la realidad, capaces de expresarse, y hacer valer puntos de vista propios. 

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