Conocimiento ancestral

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Jaime Arocha
03 de marzo de 2020 - 05:00 a. m.
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Cuando aparezca esta columna, Miguel Muñoz ya habrá sustentado su tesis en antropología sobre el cultivo y distribución de plátanos y bananos en Munguidó, Chocó. Allá la gente afro aún siembra a unos y otros sin talar todo el monte, y los intercala con frutas, maíz, arroz o yuca. Pese a la guerra, padres y madres persisten en llevar a sus hijos e hijas a recorrer fincas y alrededores, donde recolectan semillas, hojas y tallos, y los aleccionan sobre nombres, propiedades y usos. A esta manera de conocer la naturaleza la refuerzan los rituales para hermanarse con árboles y animales, a partir de las cualidades espirituales que les reconocen a ambos.

Las andanadas contra el conocimiento ancestral como mágico e irracional motivan esta reflexión sobre esa manera de ver en el mundo una espiritualidad comprometedora con el porvenir. Han criticado a la ministra de Ciencia y Tecnología por hacer énfasis en que esa sapiencia fundamenta su investigación sobre los hongos del Chocó. Sin embargo, de ese mismo tipo de conocimientos han dependido sucesos aún no objetados como los que el antropólogo canadiense Wade Davis enfoca en el documental El sendero de la Anaconda. Su maestro fue el botánico Richard Evans Shultes de la Universidad de Harvard, quien pasó un decenio recorriendo la región del Apaporis, hasta formar una colección que llevó a su universidad, incluyendo 2.000 plantas útiles que los indígenas o habían domesticado o de cuyos usos eran competentes. Davis también se refirió a una especie de árbol de caucho que Shultes identificó. Crece en territorio de los Ticuna del trapecio Amazónico, y resultó ser inmune a las plagas que sí habían afectado a las plantaciones basadas en el resto de las variedades amazónicas. De ese hallazgo dependió el que, durante la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos hubieran podido resquebrajar el monopolio del caucho que hasta entonces ejercía Japón, gracias a las variedades que ese país sí había podido cultivar en sus plantaciones asiáticas.

Mi hija Tatiana hace un arte que milita en favor de las selvas amazónicas. Me ha puesto en contacto con los aportes de Robin Kimmerer1, quien ha escrito que desde 1998 el Programa Ambiental de las Naciones Unidas le reconoció al conocimiento ancestral de la naturaleza el mismo estatus del conocimiento científico occidental. Sin embargo, sigue siendo descalificado.

Kimmerer da pistas sobre esa descalificación: los lenguajes del conocimiento ancestral no cosifican a “nuestros parientes no humanos”. En adición, lo rige la ética de gratitud y reciprocidad, la cual hace impensable la conversión de esos seres en “recursos” para su extracción.

La práctica que hoy se extiende por las selvas de este país es la opuesta, como lo ilustra María Jimena Duzán en el artículo Ni muuu… sobre el silencio que el presidente Duque guarda frente a las quemas de bosque en el Guaviare. Él calla ante la evidencia de que a esos incendios más los orquestan ganaderos y palmicultores que campesinos cultivadores de hoja de coca. Para los acaparadores ilegítimos de tierra, el modelo Bolsonaro que hoy aplica Duque con disimulo, les da plenas garantías para que expandan sus hatos y sembradíos de palma aceitera por toda la Amazonia. Ante un panorama de cero garantías para la salvaguarda del conocimiento ancestral sobre la naturaleza, ¿Qué sentido puede tener el ofrecimiento de sembrar miles de millones de árboles?

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* Profesor de antropología, Universidad Externado de Colombia.

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