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De nuestro confinamiento en La Calera nos ha impresionado la inusual turbiedad del aire. Imaginamos que los miles de hectáreas de selva tropical que arden en el Meta y otros lugares tienen que ver con unos cielos enrarecidos acerca de los cuales también nos ha hablado una amiga a quien le tocó la cuarentena en Puerto Gaitán. Los incendiarios cómplices de quienes se benefician del acaparamiento de tierras para expandir ganaderías extensivas y monocultivos de palma, ¿no se estarán aprovechando de que hoy un sinnúmero de colombianos tan solo se obsesione por acaparar geles antibacteriales y tapabocas?
También han sido días de pensar en los pueblos afro e indígenas del alto Baudó. El 23 de marzo el Consejo Comunitario Mayor del río Baudó y sus afluentes —Acaba—, junto con otras organizaciones étnico-territoriales y las diócesis con jurisdicción en el Departamento del Chocó, difundieron un comunicado sobre el aumento vertiginoso de todas las violaciones posibles a los derechos humanos que han tenido lugar en esa región a lo largo de la cuarentena. La enumeración incluye aquellos horrores que parecerían volverse rutinarios, como destierro, confinamiento, masacres, violencia sexual contra las mujeres, mutilaciones por minas antipersona, bloqueo económico y reclutamiento forzoso. Además, hacen énfasis en que les preocupan “los vínculos existentes entre algunas autoridades de gobierno y algunos miembros de la Fuerza Pública con actores ilegales". De ahí que les exijan a los gobiernos central, departamental y municipal, así como al poder judicial, a la fuerza pública y a las organizaciones de derechos humanos “atención humanitaria inmediata con enfoque diferencial étnico, territorial y de género”.
Pese a la contundencia del comunicado, me pregunté por qué no hacía una referencia específica a los cinco jóvenes negros que habían sido decapitados en Chachajo, un corregimiento que hace 30 años escenificaba experimentos en resolución pacífica de conflictos territoriales. El líder tradicional de esa región, Rudecindo Castro, me había mandado las fotografías que documentaban el horror, agregando que los responsables habían sido grupos neoparamilitares. Pese a que me pedía que circulara las imágenes para darle fuerza al llamado a favor de reacciones urgentes, borré esos archivos, no solo por la profunda repulsión que me causaron, sino porque creí que los victimarios quizás aspiraban a que las redes sociales propagaran su capacidad de ritualizar la sevicia y de esa manera afianzar su régimen de terror.
Semejante aberración me devolvió a esa hipótesis que recorre la obra del historiador Yuval Noah Harari, hoy en día ultracitado por su reflexión sobre el mundo post-coronavirus: dentro de los grupos sociales, la cooperación entre extraños, sean ellos cientos o miles, obedece a los “instintos artificiales” que comparten. Se refiere a aquellas conductas automáticas y mecánicas que no dependen del ADN, sino de los mitos y ficciones troquelados en la mente mediante aprendizajes reiterativos. Los verdugos de la gente india y negra del Baudó, ¿qué ficción comparten? Dentro de ese mito, ¿cómo figuran “los negros” para haber sometido a cinco de ellos a semejante deshumanización? Si esta cuarentena por la COVID-19 va desembocando en un llamado en pro de la paz universal, ¿será posible desactivar los instintos artificiales que mueven a esos carniceros que desplegaron su ferocidad en el Baudó?
* Profesor de antropología, Universidad Externado de Colombia.
