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Diálogos de la rana y la hicotea

Jaime Arocha

02 de diciembre de 2025 - 12:00 a. m.

Esos dos anfibios de la Depresión Momposina convocan todos los sábados por la noche a quienes les interesan ritos, mitos, creencias y visiones de mundo que comparten pueblos étnicos, campesinos y urbanos. A pocos días del encierro pandémico, Juan Carlos Arévalo, matemático sogamoseño, tejedor con telar andino de cintura y docente de básica secundaria hizo valer la conversación tranquila y la palabra amable que aprendió de la tradición campesina paterna. Se valió de Google Meet para reunir a otros colegas que habían trabajado con la gente de los alrededores de Talaigua y Santa Ana, inspiradora del nombre de los dialogantes. Con el tiempo, incorporaron a indígenas del Cauca y afros del Pacífico, mamos de la Sierra Nevada de Santa Marta, maestras de San Basilio de Palenque y ya van en oficiantes de Bolivia, Brasil, Ecuador, Chile, México y Perú.

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Con ocasión del Día de los Muertos, concurrieron docentes de Oaxaca y Zapotecas, además de la indígena Ayuuk Reyna Cruz, cuyos rituales de esperanza desvanecen el miedo a la muerte, sin dejar de respetarla. En las fotos de sus altares había frutas, flores, telas, escalones y colores vivos reminiscentes de los tabernáculos que la gente afro ensambla para despedir a sus muertos u honrar a santas patronas. Pensando en los paralelos entre esas tradiciones, mi exalumna y colega Sofía Natalia González Ayala y yo pedimos espacio para referirnos a “Velorios y santos vivos”, la exhibición temporal que realizamos en el Museo Nacional de Colombia en 2008 a partir de investigaciones de terreno en San Andrés, Providencia, palenques de San Basilio y Uré, Chocó, Ensenada de Tumaco y zonas costera y plana del Cauca. Se centró en el culto a los muertos, parte fundamental esa africanía — reinterpretación de las memorias sobre África con las cuales llegaron las cautivas y cautivos esclavizados en las Américas y el Caribe— que hermana a los vivos con sus antepasados y con las plantas, animales y minerales que los rodean.

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Entre los participantes de ese diálogo estuvo Adolfo Albán Achinte, profesor de la Universidad del Cauca, experto en la historia y cultura de los afropatianos. Anotó cómo en ese valle los velorios seguían pautas comparables a las de las regiones mencionadas, pero añadió que allá aparece el chichigüero que se mueve por las mesas de dominó que también instalan en los patios de las casas. Ese bufón hace bromas o rememora cuentos divertidos, a medida que quienes descansan del rezo y el canto de alabaos que han hecho alrededor del féretro salen de la sala a tomar café, beber charuco y comer carne y envueltos de maíz. Del mismo modo, en ese valle velan el cadáver con alabaos o cantos de despedida que acompañan con guitarra, violín, tambora, cununo y guasá. De los muy particulares violines caucanos ya había hablado la etnomusicóloga Paloma Muñoz, también profesora de la Universidad del Cauca. En la investigación para su tesis doctoral halló una africanía en la manera como los luthieres fabrican esos instrumentos; otra, en la afinación que logran sus intérpretes a partir de una antigua afromemoria interválica. De esa relevancia de la música fúnebre ya había expuesto la etnoeducadora y rezandera Moraima Simarra, quien profundizó acerca del Lumbalú, la liturgia cantada de San Basilio de Palenque para que las almas regresen al cielo ancestral angoleño.

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Desde Envigado, la profesora Sandra Penagos recordó que sus alumnos del Juan Manuel Restrepo representaron la fraternización que hace la gente del Afropacífico con la naturaleza. Hicieron pequeñas zoteas y telarañas de lana o algodón para rememorar a Ananse, la araña que deifican los ashanties de Ghana. Lograron una réplica simbólica de las dos ombligadas de las gentes del litoral: una la de enterrar la placenta de un recién nacido con el arbolito que la madre ha germinado en su zotea (plataforma para cultivar sus aliños y yerbas medicinales) y la segunda, curar con polvitos del exoesqueleto de araña la herida que deja la caída del cordón umbilical.

Parecería que, con respecto a las huellas de africanía, rana e hicotea ya acumulan un buen acervo documental. Sin embargo, es más amplio el referente a las cosmovisiones indígenas, con otros que contienen los cinco años de grabaciones que guarda el profesor Arévalo. Del análisis y clasificación de ese enorme conjunto de “etnopalabras” compartidas, surgirán comparaciones entre las Afrocolombias e Indocolombias con sus equivalentes de esa “Améfrica” de la cual también hacen parte Bolivia, Brasil, Ecuador, Chile, México y Perú — Améfrica Ladina, según la intelectual y política afrobrasileña Lélia Gonzalez, reivindica las herencias africana y amerindia en el continente como protagónicas en la comprensión de quiénes somos como sociedades, sin negar la influencia europea, pero moviéndola del centro hegemónico—. De esa manera, el Arévalo, docente y artesano, llegará más lejos en un propósito nacido de las enseñanzas de quien fuera su gran mentor en la Universidad Nacional de Colombia, el matemático y físico Carlo Federici. Le insistía en que ecuaciones y teoremas tienen sentido si nos enseñan a comprender a quienes nos rodean y a solidarizarnos con sus causas.

* Doctor en antropología cultural, miembro fundador, Grupo de Estudios Afrocolombianos, Universidad Nacional.

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