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Didácticas contra los versos para matar

Jaime Arocha

11 de febrero de 2025 - 12:00 a. m.
“Correa propuso que un dinamizador de la paz fuera la cultura, aquello que queda después de la muerte”: Jaime Arocha Rodríguez
Foto: Santiago Ramírez

La última novela de Juan Diego Mejía es Y si acaso muero en la guerra (2024, Tusquets). Terminé de leerla al mismo tiempo que Juan David Correa le presentaba al presidente Gustavo Petro su renuncia como ministro de las Culturas, los Saberes y las Artes. Uno de los protagonistas del libro me llevó al interrogante sobre el futuro de la propuesta que hizo Correa para que un dinamizador de la paz fuera la cultura, aquello que queda después de la muerte, según la lectura que él había hecho de André Malraux. Para explicar mi punto de vista, ahondaré en la novela. No son muchas las páginas que le dedica al soldado Iglesias, hombre de pocas palabras, quien siempre llevaba una toalla al cuello y una bolsa plástica en la cintura. Con la una ahorcaba a sus enemigos y con la otra los asfixiaba. Hacía parte del implacable Grupo de Acción Directa. No dudó de darle un tiro por la espalda al dragoneante Pereira, debido a su “güevonada” de haber considerado llevarse para Carepa a la guerrillera que habían capturado, en vez de ejecutarla, conforme lo había dispuesto el comandante. Pereira fue el lanza de Pablo, joven del sector de Belén, en Medellín, donde miembros de una banda habían asesinado a su amigo rapero. Llevarlo al centro de reclutamiento fue la única forma que el padre, don Aníbal, ideó para proteger a su muchacho de la violencia del barrio. Pablo pasó un tiempo en el Caquetá, donde por primera vez constató el ansia de la tropa por vengar a los compañeros que cayeron cuando las FARC-EP se tomaron la base militar de Las Delicias. De ahí lo mandaron a Urabá, donde compartió con Pereira el terror por entrenamientos inclementes a los cuales, durante las sesiones diarias de trote, nunca les faltaban los cantos que los aleccionaban en deshumanizar y vengarse del adversario a como diera lugar. Había estribillos sobre “matar guerrilleros y tomarse la sangre de los muertos” o acerca de la fiesta que sería necesaria cuando llegaran con hartos cadáveres. Por respeto al lector, Mejía no ofrece más transcripciones de semejantes versificaciones, las cuales ni a Pablo ni a Pereira les ocasionaron los efectos que sí se apoderaron del espíritu de Iglesias. La ética de respeto por la vida que ambos jóvenes compartieron contradice esa afirmación del general Montoya ante la JEP de que los falsos positivos dependían de la inurbanidad de los reclutas. Del afecto sincero que ligó a esos dos jóvenes dependió la vida de Pablo. Mientras que, en el mismo operativo, los demás soldados quedaban paralizados de miedo, Pereira corrió a auxiliar al lanza que acababa de pisar una mina y perder su pie izquierdo.

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Iglesias fue lo opuesto de esos dos parceros. No solo había aceptado la moral que destilaban las recitaciones durante los trotes, sino que parecía disfrutar de su crueldad. Con los demás del Grupo de Acción Directa, se había habituado a la inclemencia que facilitaba matar sin titubeos. De ahí la pregunta acerca de cómo podría ser la vida civil de ese y de los otros militares con el mismo troquelado moral. De las entrevistas que Mejía le hizo al soldado Hildebrando Padilla Morales para armar su novela no se deduce que las terapias post-combate se refirieran a una reconfiguración espiritual y ética para que quien se incorporara a cotidianidades rurales o urbanas no persistiera en la descalificación e inferiorización de quien lo contradijera, ni lo sometiera a la violencia verbal. Así como ha habido una pedagogía para que el ejercicio de la crueldad sea casi instintivo, urgen didácticas que contradigan esa formación de hábitos y moralidades. Ese tipo de iniciativas fue prioritario para Juan David Correa mientras estuvo a la cabeza del Ministerio de las Culturas, los Saberes y las Artes. El 13 de abril de 2024 inauguró las sesiones del Consejo Asesor que creó luego de haber convocado a pensadores que sacaran a la cultura de los linderos de la economía naranja y el entretenimiento. Con la meta de elaborar un documento de políticas que le dieran a ese ministerio protagonismo en el logro de la convivencia en el diálogo, ideó un conjunto de intersecciones entre las cuales figuraban cultura y paz, cultura e historia, cultura y territorio, cultura y agua, cultura y valores, cultura y economías populares. Los convocados dentro de cada uno de esos espacios se dieron a soñar con relatos públicos enfáticos del diálogo y la tolerancia, de modo que resultaran aglutinado a quienes dejaran de verse como enemigos irreconciliables y más bien se trataran como polemistas razonables. Hoy a esa añoranza la rodea la incertidumbre.

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*Doctor en antropología cultural, miembro fundador, Grupo de Estudios Afrocolombianos, Universidad Nacional

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