La Organización de las Naciones Unidas contempla dos celebraciones significativas: el 21 de marzo, Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial y el 25, la Rememoración de las Víctimas de la Esclavitud y la Trata Trasatlántica de Esclavos.
La primera efemérides coincidió con la inauguración en Providencia del teatro Midnight Dream (Sueño de Medianoche), ceremonia para la cual —según mensajes de isleños— la primera dama de la Nación llegó con dos horas de retraso. Por si fuera poco, el equipo de protocolo que la apoyaba impidió el uso del inglés para que un coro de adolescentes cantara el himno nacional, según la usanza raizal, y para que el pastor bautista Marlon Howard ofreciera un rito de acción de gracias y bendijera el nuevo espacio. Con esa conducta, la señora Rodríguez de Santos y sus asesores violaron la Ley 47 de 1993, cuyos artículos 42 y 43 especifican que en el archipiélago raizal los idiomas oficiales son el inglés y el castellano, que “la enseñanza que se imparta en [ese territorio…]” no sólo deberá ser bilingüe, sino respetuosa de “las tradicionales expresiones lingüísticas de los nativos del archipiélago”. En otras palabras, esa misma ley buscó amparar el futuro del creole de las islas. Frente a la transgresión de ese marco legal, desde que se conociera el fallo de La Haya, la abundancia de discursos y subsidios que gobierno y oposición les ofrecen a los isleños quedan reducidos a la condescendencia hipócrita hacia quienes fueron esclavizados y hoy son libres. Es una conducta que viene de atrás y parecería seguir incólume: en 1987, el Jurado del Concurso Nacional de Bandas ya había descalificado a la de San Andrés argumentando que ni el reggae ni el calipso eran músicas colombianas.
Por su parte, dos días antes de que tuviera lugar la segunda conmemoración instituida por la ONU, el entonces alcalde de Bogotá Gustavo Petro se rodeó de los gobernadores de 14 cabildos indígenas y se puso una corona de plumas para celebrar las medidas cautelaras que expidió la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. En el balcón del Palacio Liévano, declaró que ellos y él constituían la médula de la resistencia en Colombia, pero optó por no rememorar a las víctimas de la trata transatlántica, ni concederles protagonismo a las luchas que por siglos ellas han librado para resistirse a la pérdida de la libertad y la consecuente discriminación racial.
Las dos conmemoraciones que las Naciones Unidas idearon cimientan ejercicios de memoria para superar aquella desdicha genealógica que equipara a la gente negra tan sólo con la esclavización. Sin embargo, también buscan que europeos y eurodescendientes hagan las reparaciones necesarias por haber constituido su civilización y riqueza sobre el sometimiento de por lo menos 20 millones de personas secuestradas en África occidental y central, una ignominia que justifican con la fábula de la inferioridad racial de los africanos y sus descendientes. Portarse en consecuencia con esa descalificación de seres humanos involucra cotidianidades de odio y desprecio. De llegar a celebrar las dos fechas y apropiarse de sus lecciones, los descendientes de quienes ejercieron la esclavización podrían quitarse de encima ese terrible fardo histórico y emocional.