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En 1964 tomé el primer curso de antropología que Alicia Dussán y Gerardo Reichel-Dolmatoff dictaron en la Universidad de los Andes. Debido a él, disiento de la teoría sobre la existencia de razas superiores e inferiores.
En la misma clase demostraron que utilizar la palabra “superstición” para descalificar religiones que no fueran cristianas dependía de convicciones subjetivas que no contemplaban cómo enfrentar incertidumbres universales como las que causan cambios ambientales. O que hablar de “dialectos” para referirse a las lenguas indígenas consistía en el mismo ejercicio de eurocentrismo. A partir de entonces, sus primeros alumnos fuimos entendiendo, en primer lugar, que a Luis López de Mesa y a Laureano Gómez los hermanaba la tesis referente a que las fallas de esta nación colombiana dependían de supuestas malformaciones intelectuales y emocionales que irremediablemente la gente india y negra les transmitían a sus descendientes. En segundo lugar, que esa doctrina enlazaba a esos y otros influyentes pensadores y políticos latinoamericanos con el núcleo de la filosofía nazi, a saber, la defensa de la pureza de la sangre de los europeos del norte y su propagación como medio de alcanzar el progreso. De ahí la legitimidad otorgada a la eliminación de la gente catalogada como impropia. Y en tercer lugar, comprendimos que de ese ideario dependía la explicación aberrante de que la violencia desatada desde los años de 1930 dependía ¡de un gen pijao!
¿Por qué el arqueólogo Augusto Oyuela no contempló estas enseñanzas en la presentación que hizo en el 54° Congreso Internacional de Americanistas sobre la supuesta afiliación nazi de Reichel-Dolmatoff durante su adolescencia y juventud temprana? Debido a esa omisión no dilucidó la contradicción entre un pasado a favor de salvaguardar la pureza racial blanca y el del humanismo que a partir de 1939 sustituyó al anterior para condenarlo. Muchos de quienes han participado en el debate virtual que originó la exposición de Oyuela señalan la urgencia de esclarecer esa apostasía de Reichel. Desde que Arcadia también tocara ese tema, surgió la insinuación de que el vínculo de él y doña Alicia con la resistencia francesa en el exilio habría dependido de labores de espionaje. Un esperpento de esa magnitud hablaría mal del olfato tanto de Paul Rivet, quien para ese entonces había sido invitado por el presidente Eduardo Santos a residir en el país, fundaba el Instituto Etnológico Nacional y era profesor y amigo de ambos, como de los españoles republicanos en el exilio, quienes también fueron protagonistas de primera línea durante esos años de profesionalización inicial de la antropología en Colombia.
El antirracismo al cual me refiero tuvo que figurar en la investigación de Oyuela, quien participó en el homenaje que le tributamos a doña Alicia con ocasión del doctorado honoris causa, mediante el cual en junio de 2010 la Universidad de Antioquia premió su vida y obra. Esa noche, ¿cómo pudo mirarla a los ojos? ¿Qué buscaba cuando se sentó a conversar con ella? Hoy, ¿tendrá conciencia de los efectos de su presentación en Viena sobre el propósito de enriquecer la comprensión de las culturas colombianas que esa mujer maravillosa le sigue fijando a su vida luego de sobrepasar los 90 años?
* Programa Unesco La ruta del esclavo, resistencia, libertad y patrimonio.
