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Elegguá y la demonización de DMG

Jaime Arocha

03 de diciembre de 2008 - 08:41 p. m.

EL DOMINGO PASADO, EL ESPECTADOR informó que a David Murcia le habían encontrado una efigie posiblemente del oricha Elegguá, la cual sirvió para demonizar al captador de dineros, y de paso dejar a las religiones afroamericanas reducidas a actos de brujería a los cuales acuden ciertos narcotraficantes para acertar en las rutas de la coca y la heroína o para vengarse de sus enemigos.

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Justo el estereotipo que he objetado en esta columna, a propósito de la ya laureada película Perro come perro. El rechazo a esa forma de racismo merece volver a referirse al refinamiento de las religiones de las Áfricas y las Afroaméricas.

La semana pasada religiosos y religiosas de la Pastoral Afrocolombiana me invitaron a que les hablara del Muntu, el sistema filosófico y religioso que parece haberse originado hace más de 10.000 años por parte de sociedades de la cuenca del río Congo, antecesoras de etnonaciones como la Cokwe o la Luba, cuyos miembros además lo habrían propagado por los ríos Níger, Volta y Senegal, entre otras regiones del África occidental y centro-occidental, así como por Uganda en el África oriental. De ahí las afinidades entre religiones como las de la gente Yoruba de Nigeria y la Ashanti de Ghana. En 1958, Janheinz Jahn publicó su libro Muntu: African Culture and the Western World con las caracterizaciones centrales de tal sistema. Treinta años después, Calvin C. Hernton prologó la edición del mismo libro que hizo Grove Press, tomándose la vocería de otros intelectuales africano-norteamericanos en el sentido de que los principios fundamentales del Muntu pervivían entre muchos de los afrodescendientes de las Américas.

El pasado 27 de noviembre de 2008, parte de los miembros de mi audiencia de afroteólogos y afroteólogas nunca habían oído acerca de los conceptos a los cuales comencé a hacer referencia. Sin embargo, les recordaban cómo sus feligresías del Chocó, Valle, Cauca y Nariño adoraban a vírgenes, santos, santas y antepasados, y cómo se relacionaban con la naturaleza. Esa persistencia de antiguas memorias africanas tiene que ver con la manera como cautivas y cautivos dieron origen a nuevas culturas, mientras luchaban por recuperar la libertad perdida. Así, las religiones a las cuales dieron origen son demasiado complejas para que la prensa las reduzca a brujerías.

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Según Jahn, dentro del Muntu el universo se clasifica en cuatro categorías, a saber: la de la persona, muntu. La del animal y la cosa, kintu. La del tiempo-espacio, hantu, y kuntu, la de modos, como la risa. Los seres de cada categoría permanecen suspendidos en el tiempo hasta que nommo, la palabra, los vivifica. Así, para que una niña o un niño recién nacidos lleguen a ser muntu, es necesario que adquieran la sombra y además que sus padres les den su nombre. Esto me recuerda que en comunidades como las de Bebará en el Chocó, se diga que un bebé adquiere su alma-sombra cuando comienza a caminar y que a partir de entonces debe abandonar esa batea de moro finamente tallada, en la cual lo mantenían sus padres desde su nacimiento. En África, cuando las personas crezcan, hagan su recorrido por la vida y mueran, conservarán esa misma condición de muntu porque mantienen su nombre, así ya no tengan sombra. De ahí que muntu involucre dos clases de seres humanos, quienes viven y existen, y quienes ya no viven, pero siguen existiendo por la palabra que les legan a sus descendientes.

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En cuanto a la clase de los animales y las cosas, kintu, los árboles tienen una posición particular. Nommo, la palabra, fluye, por lo cual también es agua y savia como la que circula por troncos y las ramas. Esa savia equivale a la palabra de los antepasados, la cual debe ser traducida por oficiantes religiosos especializados, como los talladores de madera, con el fin de que, mediante máscaras, bastones sagrados, tambores y demás instrumentos musicales decorados con los jeroglíficos del alma, los vivos reciban los mensajes propios de la sabiduría que siguen portando sus ancestros.

Esa reverencia por los árboles sigue manifestándose en las Afrocolombias mediante las palmas que en el Baudó y en el Afropacífico las madres siguen sembrando luego de enterrar en el mismo hueco la placenta dentro de la cual venía el nene o la nena recién paridos. A medida que crecen, esos niños y niñas aprenden a darles el nombre de “mi ombligo” a esas palmas. Asimismo, en los camposantos de las mismas regiones, las palmas de Cristo siguen marcando las sepulturas de las personas, y en los lugares como el Palenque de Uré, donde ya no se siembran, perviven los recuerdos de otros árboles que la gente plantaba con propósitos comparables.

Pobre David Murcia que se quedó sin su efigie de Elegguá. Quizás había aprendido a tenerle fe por la capacidad de ese oricha para abrir caminos. En este caso los del enriquecimiento ilícito. Quizás el héroe de los putumayenses no sabía que esa deidad se esconde por detrás del Niño Dios. Si la imagen que le hallaron hubiera sido una de las que se compran en el 20 de Julio, a David la prensa no lo estaría asociando con rituales diabólicos, sino que habrá titulado “Murcia, un hombre religioso” y estaría comparando su devoción con la del presidente Álvaro Uribe.

* Grupo de Estudios AfrocolombianosCentro de Estudios SocialesFacultad de Ciencias HumanasUniversidad Nacional de Colombia

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