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Escribo regocijado por la medalla W. E. B. Dubois que la vicepresidenta Francia Márquez recibió del Centro Hutchins de Investigación Africana y Afrolatinoamericana de la Universidad de Harvard. El poco cubrimiento de los medios colombianos sobre este importante logro, ¿es muestra de racismo?
En enero de 1974, Manuel Zapata Olivella tuvo la valentía de encerrarse desnudo en la Casa de los Esclavos de la isla de Goré, frente a Dakar (Senegal). Se propuso experimentar algo de la desorientación, angustia, terror, perplejidad y humillación propios del cautiverio de sus antepasados. Sin embargo, dada la excepcionalidad de esa oportunidad, queda el recurso de lecturas acerca de ese pasado denigrante. Siga es uno de los protagonistas de Segú, novela de Maryse Condé. A ese jovencito aristócrata lo capturaron a finales del siglo XVIII, cuando aprendía a cazar leones. Como su dolor y desconcierto lo llevaron al desvarío, no lo deportaron, sino que lo destinaron a las plantaciones de la misma Goré. Se enamoró de una joven yoruba a quien, a empellones, subían a la nao Lusitania. Optó por seguirla sin saber que navegarían hacia Pernambuco, en el Brasil. Allá los esclavistas interpretaron la demencia tierna de Siga como rebeldía y lo ejecutaron. Otro desquiciado fue Musima, adolescente mulongo o camerunés de la montaña, quien no sobrellevó al agobio e, iniciado el zarpe hacia las Américas, se arrojó por la borda. En La estación de la sombra, Leonora Miano dio a conocer esa verdad por cuenta de Bana, quien en un breve momento de lucidez se la había contado a Eyabe, la madre del suicida. Bana pertenecía al mismo grupo de edad de Musima, y era su mejor amigo. Cómplices de los tratantes europeos, los carceleros isedu tenían a Bana en una choza inmunda, porque su demencia perturbaba aquel tenebroso depósito o factoria, dónde acinaban las que entonces llamaban “cargazones de negros”. Para Eyabe, la madre que había atravesado el peligroso territorio de los captores bwele, constatar el desenlace trágico fue bálsamo para sanar la incertidumbre que la estrangulaba desde la noche del rapto violento. Y en Volver a casa, la joven ghanesa Yaa Giasi escribió sobre Afua, mujer fante, capturada durante sus últimos días de embarazo. Parió sobre los excrementos que los captores jamás sacaban de las mazmorras de la Costa de Oro, dónde apilaban capas de cautivas. A los gritos, un soldado inglés le arrebató el bebé, y ella aguantó la respiración hasta que el dios Nyamen “acudió por ella”.
Para el poeta martiniquense Édouard Glissant, ese sometimiento infame era para abolir hasta las palabras (ver Introducción a la poética de la diversidad, 2002, Ediciones del Bronce). No obstante, los “migrantes desnudos” se rehicieron mediante jirones de su pasado. Memoria e insumisión explican que, en Cartagena, a finales del siglo XVI, el misionero jesuita Alonso de Sandoval se hallara ante decenas de idiomas para cuya traducción acudió a cautivos y cautivas polilingües, esperanzado en lograr versiones fidedignas de los evangelios. Logró una descripción detallada de costumbres y valores estéticos y espirituales de los pueblos de la franja comprendida entre los ríos Níger, Gambia, Volta y Congo. Se refiere a imborrables emblemas de identidad como las escarificaciones o “zajaduras”, figuras geométricas que las personas les tallaban a sus pómulos, frentes y pechos. Y con respecto al pelo, escribió acerca de esas especies de esculturas capilares, las cuales, como demostró con los colores de tejidos y telas, reflejaban las afiliaciones étnicas. Ese Tratado de la esclavitud fue una de las inspiraciones para que Manuel Zapata Olivella creara dos secciones de la novela Changó el gran putas, a saber, Los orígenes y El Muntu americano. Plasman cómo la gente esclavizada recompuso su existencia luego de haber sufrido los oprobios de los cuales ese intelectual quiso dar fe mediante sus vivencias de una noche en la isla de Goré.
* Miembro fundador, Grupo de estudios afrocolombianos, Universidad Nacional. Director, Nueva Revista Colombiana de Folclor.
