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Esclavización y chicaneo

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Jaime Arocha
27 de septiembre de 2022 - 05:01 a. m.
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También creo que Gustavo Petro quizás sea el primer mandatario colombiano que le habló al Norte sin rodilleras y señaló su deificación del consumo como uno de los motores de la crisis ecosistémica global, quizás superable defendiendo las selvas tropicales de la Amazonia y del Chocó. Mientras consideraba que ante la ONU también habría debido hablar del bosque andino y de sus páramos amenazados, no dejaba de pensar en la gente negra esclavizada. Para el historiador Jorge Palacios Preciado, fallecido el 27 de diciembre de 2003, además de fuente inédita de acumulación desbordada, esas personas fueron objeto de consumo1 Él habla de quienes alquilaban hombres y mujeres esclavizados para que quien ofreciera algún agasajo pudiera aparentar opulencia. Semejantes falsificaciones quizás deban entrar en la crítica a quienes sostienen que el progreso humano depende de la infinitud del crecimiento económico.

Hoy persiste una mayoría que minimiza la abominación de convertir personas en mercancías. Alega que —al contrario de los anglosajones— nuestros amos fueron benévolos. Soy de quienes acatan el concepto de las Naciones Unidas referente a que carecen de grises la privación de la libertad y la apropiación violenta de cuerpos y mentes, por lo cual dictaminan que se trata de un crimen contra la humanidad. Al delegar el ejercicio de la crueldad, el imperio español creó la ilusión de su benevolencia. En efecto, mediante los “asientos”, contrató con empresarios privados de Portugal, Francia, Holanda e Inglaterra el suministro de determinado número de cautivos y cautivas a lo largo de los períodos estipulados entre los siglos XVII y XIX. De esa manera no se involucró en la aborrecible captura, el bodegaje antihigiénico en las llamadas factorías de las costas africanas, así como en el embarque y transporte en campos de concentración flotantes.

Del asiento inglés dependió el arribo a las Américas y el Caribe de la gente afiliada con la familia lingüística Akán de Ghana y Costa de Marfil. También ganancias que alcanzaban el 800%, ligadas al engaste de los superfluos diamantes de la corona de la reina Isabel recién enterrada. En 2019, Yaa Gyasi publicó “Volver a casa”, novela basada en fuentes históricas2. Nos cuenta de Effia Otcher y Esi Asare dos mujeres nacidas durante la segunda mitad del siglo XVIII, víctimas del comercio de seres humanos que el imperio británico, con su milicia, impuso y gerenció en Ghana. Los ingleses acicatearon a los Fante para que guerrearan contra los Asante y capturaran a sus miembros para ser deportados. Además, el libro traza el destino de las dos descendencias, hasta el presente. La una en ese país africano y la otra en los Estados Unidos.

Aquí me refiero a la primera. Fue ya en la adolescencia que ambas supieron que eran hijas de una misma madre, Maame, a quien tan solo la segunda conoció porque había sido arrebatada de su aldea Fante y llevada a otra de los Asande, donde su jefe Kwame Asare la desposó. Convivieron hasta que los Fante regresaron para vengarse. Incendiaron el pueblo, y tomaron prisioneros y prisioneras, entre ellas a Esi Asare. Desnudada y atada al cuello, tobillos y muñecas, la forzaban a caminar así sus pies sangraran. Medio dormía atada a los árboles, hasta que llegó a la mazmorra del castillo de la Costa del Cabo. Allí apeñuscada, permanecía de pie sobre sus propias heces. A empellones, un soldado la sacó y la violó hasta el día de un envío atlántico tan amargo como el bodegaje despiadado.

Uno diría que a Effia Otcher le fue mejor. En una visita a su pueblo, James Colllins, el comandante del fuerte quedó prendado de su belleza, y pidió su mano. Para Cobbe, su padre, la unión sería deshonrosa, pero ese había sido el plan urdido la madrastra Baaba. Luego de años de haber torturado a Effia, quedó muy satisfecha por la exorbitante suma de 30 libras que Collins pagó por la dote de La Bella, como la llamaban. Ya en el castillo, y luego de una ceremonia incomprensible, pasó a ser no la legítima, sino la moza de James, así como a cargar con las culpas de él cada vez que recibía cartas de Anne, esa si su esposa, con noticias de sus hijos Emily y Jimmy. Por si fuera poco, tenía que hacer de tripas corazón ante las constantes humillaciones de él por los hábitos y creencias de ella. Supo de la mazmorra del cautiverio por los hedores que despedía, y cuando preguntó: “¿Cómo puedes tenerlos allí llorando?”, James le respondió que se trataba de un “cargamento”, al mismo tiempo que la ofendía diciéndole “tu hogar no es mejor”.

En Senegal, a ellas los franceses llamaban seignares, y también les sirvieron para exacerbar rivalidades interétnicas y así aumentar el secuestro. Quey fue el hijo de Effia y James. Pese a la educación que recibió en Inglaterra, regresó a Ghana víctima del racismo y en esa su tierra no lo abandonó el agobio por los cautivos que su padre aprisionaba, con sus miembros sangrantes a la espera de la deportación. Al hijo de Quey, James, no le fue mejor. Jamás lo abandonó la melancolía, en tanto que abuela, madre, hija y nieta siempre fueron discordantes por la búsqueda de liberaciones contrarias a una ancestralidad que a no pocas de ellas las veía como locas.

La saga de la rama americana de esta parentela será objeto de otra columna. Me he propuesto ilustrar algunos de los efectos de la trata esclavista sobre gentes de la región occidental de África. Lo que ellas sufrieron hace parte de ese crimen contra la humanidad que sustenta los excesos de consumos pasados y presentes, a su vez equiparados con progreso y cimentados sobre el desarrollo económico ilimitado. Como le sucede al presidente Petro, a los críticos de este último dogma los economistas ortodoxos descalifican como irracionales, además desdeñando la voz de alarma ante la destrucción de selvas amazónicas y chocoanas.

* Miembro fundador, Grupo de estudios afrocolombianos, Universidad Nacional, profesor del Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia.

1 1982. La esclavitud y la sociedad esclavista, en Jaramillo Uribe, Jaime (ed.) Manual de historia de Colombia. Bogotá: Procultura, págs.: 303-348.

2 En 2021, Salamandra, bolsillo de Random House, la publicó en español.

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