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Etelvina ya no vive, pero existe

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Jaime Arocha
09 de febrero de 2010 - 01:09 a. m.
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EL 26 DE ENERO, NICOLÁS CONTREras mandaba la noticia de que Etelvina Maldonado había muerto.

Incluía un vínculo con Youtube, gracias al cual recordé su figura esbelta y su voz contundente, cuyos tonos agudos uno sólo les oye a cantaoras negras o africanas y cuya aspereza asocia con velorios de ron y tabaco en honor a santos patronos o a personas muertas. Recordé lo que el tamborero Edgard Benítez Fuentes me enseñó con su investigación sobre el bulllerengue de María La Baja: a los bailes cantaos los puso en peligro la guerra, pero festivales como el de Puerto Escondido ayudaron a que no se perdiera la tradición, y sin embargo, a medida que los políticos locales metían la mano, cantaoras y músicos tradicionales perdían protagonismo a favor de reinas de belleza e intérpretes del interior. Cuando sustentó su trabajo en la Nacional, llevó fotos de Diana Hernández, la joven cantante boyacense que hacia 2004 se había ido a aprender de la propia Etelvina; había formado y dirigía el grupo María Mulata, que ganó Gaviota de Plata en Viña del Mar, Chile.

Escribo esta columna oyendo Itinerarios de tambor, de María Mulata; antes había escuchado a La Revuelta, un grupo “[…] de música urbana de marimba de chonta, que mezcla […] currulao, bunde y juega con la fuerza vital y arrebatadora del rock, el hip-hop […]”. Reconoce influencias de marimberos como José Antonio Torres “Gualajo” y Hugo Candelario González. Como María Mulata, La Revuelta “ecualiza” voces e instrumentos para quitarles aquellas que para la música occidental son estridencias, pero que según etnomusicólogos como Carlos Miñana o Egberto Bermúdez tienen que ver con escalas musicales del África occidental, gracias a las cuales hoy —transcurridos cuatro siglos desde el desarraigo— la gente afrocolombiana sigue afinando marimbas y voces. Esa extirpación de africanías tiene un extremo notable en Arrópame que tengo frío: romances del medio Atrato, un cidí acompañado de un libro precioso creado por Claudia Gómez y Alejandro Tobón. Exceptuando las frases “ruega por nobis” y “Santa María, miserese nobis”, la sacralidad musical afroatrateña se vuelve indiferenciable de la española. No obstante el que en calidad de artistas, los músicos deban tener la libertad de fusionar o reinterpretar, su inspiración tiene implicaciones éticas. José Jorge de Carvalho demuestra que la canibalización cultural aniquila universos simbólicos autóctonos. En Colombia, con muy contadas excepciones, hoy por hoy aprendices locales de voces como la de Etelvina, o de toques de marimba como los de Gualajo, quienes ni son de la universidad, ni de la clase media, le apuntan a figurar en las listas de la World Music como medio de sobresalir, y no tanto a seguir dándole vida a la música en honor a santos patronos o al muerto en su velorio o novena de la última noche. Sin el respectivo soporte estético, es bien posible que desaparezca aquel culto excepcional que cimenta buena parte del ser afrocolombiano, el cual considera a la gente como una unidad, tan sólo diferenciada entre quienes viven y existen y quienes, como Etelvina, existen pero ya no viven.

*Grupo de Estudios Afrocolombianos Universidad Nacional.

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