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El 2 de febrero, los cartageneros cerraban el Hay Festival y le hacían su celebración a la Virgen de la Candelaria, la cual abre el escenario afrocolombiano de las fiestas patronales, no obstante el blanqueamiento al cual ha sido sometida.
Lo evidencian el monopolio que ejercen las señoras de la burguesía blanca en la elaboración de las prendas para las misas y procesiones con la imagen venerada, así como en las serenatas que ahora le cantan con mariachis. Por su parte, en el litoral Pacífico y la zona plana del norte del Cauca, esas fiestas patronales se desenvuelven en medio de la bancarrota de los sistemas ancestrales de producción debida a la devastación ambiental que dejan las dragas y retroexcavadoras para minear oro, así como a la expansión de los monocultivos de coca, palma, pasto y caña para fabricar alcohol carburante. Dentro de ese contexto, a los aportes que los campesinos les hacían a vírgenes y santos en forma de marranos o monedas los reemplazan los subsidios provenientes del Estado o de la llamada responsabilidad social del sector privado. En la obtención de esos recursos pueden intervenir gestores culturales para preparar los proyectos que presentarán consejos comunitarios y alcaldías. Son profesionales que se dicen competentes en publicidad y mercadeo, las disciplinas que hoy facilitan crear marcas y promoverlas, en respuesta a políticas neoliberales emanadas de la propia Unesco para generar desarrollo mercantilizando cultura. Como parte de las justificaciones que requieren los financiadores, aparece aquella genealogía según la cual la tradición de balsear a santos y vírgenes por los ríos del Chocó, Valle, Cauca y Nariño se remonta a 1999, cuando la gente negra dizque comenzó a imitar a los choferes que le hacían procesiones a la Virgen del Carmen. Fundamentada en la intuición o la observación casual, esta narrativa contrasta con la proveniente de los documentos históricos, según la cual más bien se trata de ritos centenarios congruentes con el carácter de seres vivos, gustosos de pasear en canoa que las religiones de matriz africana les atribuyen a sus deidades.
La primera genealogía tiene sentido como parte de una educación eurocéntrica que banaliza la historia de la gente de ascendencia africana. Hoy, a la perversidad de esas enseñanzas las realza el asesinato del joven Carlos Arturo Ospina, hijo de Ana Fabricia Córdoba, la lideresa en la reclamación de tierras cordobesas dada de baja en junio de 2011, luego de que su marido y otros dos hijos también hubieran caído víctimas de paramilitares con probable amparo policial. Recibí esta noticia el mismo 2 de febrero en un mensaje de la profesora Elizabeth Castillo, el cual incluía una tabla que elaboró el Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y DIH demostrando que desde 2000 las tazas de homicidio entre las poblaciones afrocolombianas sistemáticamente superan los promedios nacionales. Los expertos colegirán si esa es evidencia de genocidio, el cual, a su vez indicaría el éxito de la derecha en la realización de dos añoranzas: limpieza racial y saboteo a la restitución de tierras acaparadas mediante la violencia. A ambos triunfos les conviene la estrategia pedagógica de deshumanizar a la gente negra.
