HAGO PARTE DE QUIENES CREEMOS que las regiones cálidas de África y América del Sur acunan civilizaciones disidentes.
Nos desvela el que la integración que su gente ha logrado con la naturaleza no sea percibida como hito de la evolución humana, sino como rasgo sacrificable por el crecimiento económico. En Colombia el reducir el progreso a la acumulación de riqueza tiene una de sus críticas más tempranas en doña Alicia Dussán de Reichel, la antropóloga que se formó en el Instituto Etnológico Nacional y ha hecho investigaciones etnográficas, arqueológicas, lingüísticas y de antropología biológica en ambos litorales y valles interandinos. Para fortuna de quienes hemos sido sus alumnos, esta noche será reconocida como doctora honoris causa de la Universidad de Antioquia, un galardón que en Colombia deberían otorgarle todas las instituciones de educación superior con programas de antropología.
Gracias a la pedagogía de doña Alicia, sus alumnos nos habituamos a mirar hacia las comunidades étnicas, para aprender del pensamiento complejo que idean sus sabios y sabias dentro de tradiciones orales. El respeto que ella ha practicado por esas maneras divergentes de originar y acumular el conocimiento influyó para que nos apartáramos de tesis dominantes como la que ata nuestros males y en particular la violencia a una supuesta barbarie consecuente con la ausencia del Estado. La obra de ella documenta una perspectiva alterna que sigue orientando muchas de nuestras investigaciones: al margen de las instituciones y agentes estatales, hombres, mujeres y niños de pueblos étnicos como Taganga o como Atanquez en la Sierra Nevada desarrollaron opciones no violentas para resolver sus conflictos, una tendencia que llega a su punto climático con el movimiento de renacimiento religioso que durante los años de 1940 los Coguis impulsaron como respuesta a las crisis ocasionadas por la colonización. Movimientos como ese demuestran que para ejercer la civilización no es necesaria la matonería que hoy parecería ser inseparable del liderazgo político.
Otro de sus legados indelebles se refiere al papel educativo de la museografía sobre esos pueblos. Uno de sus cimientos data de 1946, cuando ella y su esposo, Gerardo Reichel Dolmatoff, montaron el Museo del Instituto Etnológico del Magdalena con piezas cerámicas y líticas de la Sierra Nevada de Santa Marta, y los ríos Cesar y Ranchería. Otro es de 1967, por su participación en el rediseño del guión de las colecciones del Museo del Oro, y un tercero de 1971 por la exhibición que puso a itinerar a bordo de un tren que paró en 110 pueblos, y en palabras de ella, cuya gente nunca había palpado la vitalidad de “(…) culturas indígenas, historia, artes plásticas y folklore”. En una conversación reciente, doña Alicia decía que hoy los museos deberían darle prioridad a la autorrepresentación de marchas indígenas y campesinas, gracias a las cuales hay una percepción mundial acerca de las víctimas que deja el conflicto territorial en Colombia. Este mensaje es consecuente con el galardón que recibirá hoy. A su contundencia contribuye esta coyuntura de vociferación en pro de los victimarios y ninguneo de las víctimas.
* Grupo de Estudios Afrocolombianos Universidad Nacional de Colombia