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¿Investigación inocua?

Jaime Arocha

24 de enero de 2011 - 10:00 p. m.

NO ME HE PODIDO SACAR DE LA CAbeza a los profesores de los estudiantes de biología asesinados en San Bernardo del Viento.

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En primer lugar, porque los periodistas han representado sus investigaciones como parte de una brillante tecnocracia neutral, más bien “light”. En segundo lugar por el dolor que deben estar experimentando. Cuando quienes uno ha contribuido a formar salen a sus prácticas de terreno, es imposible no angustiarse por su seguridad. Con todo y que hoy haya celulares e internet, entre reporte y reporte, es difícil evitar la pesadilla sobre una tragedia. Uno no deja de repasar los pasos necesarios para la preparación exitosa que involucran esas estancias lejanas en áreas rurales o urbanas que se prolongan por meses. Antropología y sociología fueron pioneras en desarrollar una secuencia que hoy, por fortuna, se ha extendido a casi todas las ciencias que implican trabajo de campo: diseñar proyectos orientados por la responsabilidad que a cada investigadora e investigador le compete con la comunidad anfitriona. De ahí el envío del proyecto de investigación a los miembros de los consejos comunitarios de los pueblos afrocolombianos, de los cabildos indígenas, de las juntas campesinas o de las organizaciones urbanas para que las búsquedas planteadas desde la universidad respondan a los planes de vida de esas comunidades. Y son ellas las que pueden blindar a quienes se inician en la vida académica, emitiendo inobjetables alarmas silenciosas.

Según los medios, en el caso de Mateo Matamala y Margarita Gómez, la comunidad se quedó callada, lo cual indicaría la capacidad de intimidación de las bandas criminales, la cual quizás habría sido necesaria teniendo en cuenta que el proyecto de investigación de Matamala involucraba al manatí, una especie cuya extinción no es ajena a la vulneración de las ciénagas, los esteros y los manglares de los cuales ha dependido su existencia. Son crímenes ambientales cometidos a lo largo del siglo pasado para consolidar la ganadería extensiva. Con la de la minería mecanizada, su defensa ha sido divulgada por los grupos paramilitares y por los políticos que los auspiciaron para “refundar” la nación. De acuerdo con analistas como María Jimena Duzán, la Ley de Justicia y Paz habría dejado intactas las estructuras políticas de las Auc que le dieron vida a las bandas criminales y ampliaron el credo de la derecha. Dentro de esa visión, ese ignominioso asesinato doble no habría sido ni por equivocación, ni por ignorancia, sino más bien para notificar a la sociedad de que un ejercicio académico que los medios han retratado como políticamente inocuo, hoy forma parte del mismo catálogo de terror aplicado contra defensores de Derechos Humanos y de analistas sociales sobre la desposesión territorial violenta de comunidades negras, campesinas e indígenas. Ese punto de vista no es de buen recibo por quienes creen en el éxito total de la seguridad democrática, y que —en consecuencia— las bacrim no comparten la genealogía de las Auc. Sin embargo, podría evidenciar que posiblemente la infiltración de universidades como la de Córdoba no sólo involucra la monopolización burocrática, sino la legitimación académica del crecimiento económico apuntalado en violencia y ecocidio.

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* Director Grupo de Estudios Afrocolombianos, Universidad Nacional

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