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Mi colega y exalumno, Carlos Rosero, se reconoce como una persona hermanada con la naturaleza y descendiente del máximo líder de la revolución haitiana. Cuando me enteré de su nombramiento como ministro de Igualdad y Equidad, se me vino a la mente un evento que confirmaba ese linaje.
Tuvo lugar durante la conmemoración del aniversario 25 de la sanción de la Ley 70 de 1993, llevada a cabo en septiembre de 2018 en Bajo Mira y Tumaco. Rosero invitó a miembros de la Comisión Especial de Comunidades Negras que, entre junio de 1992 y mayo de 1993, habían elaborado aquel texto que daba permanencia al artículo 55 transitorio de la Constitución de 1991, primer peldaño en la visibilización política y territorial de las comunidades negras del país.
Durante un almuerzo, el abogado Silvio Garcés hizo alguna alusión a sus ancestros y Rosero respondió con un relato genealógico sobre familias extendidas, integradas en enormes troncos de parientes que se ramificaban alrededor de Buenaventura y el norte del Cauca. De ellas emanaban las reglas que guiaban el dominio colectivo sobre sus territorios. La enumeración le resultó familiar a Garcés, quien hizo la propia, hasta que ambos identificaron bisabuelos en común. Semejante cartografía mental fue una prueba palpable de su competencia cultural y, por lo tanto, del refinamiento del aporte que habían realizado en el diseño de la ley cuyo nacimiento festejábamos.
La conmemoración en Bajo Mira también recordaba los años de lucha que Rosero, Garcés y otros miembros de la comisión llevaban exigiendo la reglamentación de todos los artículos de la Ley de Negritudes. Gracias al impulso de la vicepresidenta Francia Márquez Mina, están cerca de alcanzar ese propósito, si es que los políticos de siempre no persisten en los sabotajes que practican desde finales de los años 90.
Otro de los profesionalismos de Rosero es el de los censos. Como se aprecia en la tesis con la que obtuvo su título de antropólogo en la Universidad Nacional de Colombia, fue de los primeros en preguntarse cuántos eran los sujetos de los derechos consagrados en la Ley de Negritudes. A la gente de ascendencia africana se la había homogeneizado bajo el nombre de “negra”. Sin embargo, había sido mal contada, pues los empadronadores no le preguntaban cómo se autodenominaba. Si lo hubieran hecho en Tumaco, habrían encontrado que muchas personas se reconocían como “renacientes”, es decir, vueltas a nacer a la libertad después de 1851. En el Chocó, en cambio, habrían hallado el término “libre”, adoptado desde la abolición oficial de la esclavitud. Más que con el color de la piel, estos apelativos tenían que ver con la lucha por la libertad.
¿Cómo lograr entonces que el DANE identificara debidamente a estas poblaciones? Para el censo de 2005, el movimiento negro negoció la posibilidad de que el entrevistador ofreciera la opción de identificarse no solo como “negro”, sino también con términos alusivos a la historia e identidad, como afrocolombiano, palenquero o raizal. Pese a estos esfuerzos, el subregistro persistió y, en 2018, alcanzó tal magnitud que llegó a denunciarse un “genocidio estadístico” malintencionado.
Varias veces exiliado, la vida de Carlos Rosero ha sido incómoda tanto para las derechas como para las izquierdas. Ni unas ni otras comprenden cómo se ha apartado de la ortodoxia política para unificar a los pueblos negros de Colombia en torno a los derechos que reivindica desde 1993, cuando fundó el Proceso de Comunidades Negras. Entre ellos, el derecho a ser negro, el espacio para realizar la identidad negra, la autonomía sobre el territorio colectivo y la representación política, así como la construcción de un futuro para el pueblo negro y su respectivo proyecto de vida alternativo.
En el caso del Pacífico, Rosero ha defendido el río como lógica espacial para materializar esa búsqueda, logrando la integración de diversas Afrocolombias en torno a este ideario. La presencia nacional del Proceso de Comunidades Negras ha sido tan amplia y exitosa que ha atraído el apoyo de entidades internacionales defensoras de derechos humanos y derechos étnicos, que sin duda podrán dinamizar su gestión como ministro.
Incansable buscador de la paz, Rosero contribuyó a crear el Consejo Nacional de Paz Afrocolombiano, cuya participación en La Habana fue clave para corregir el déficit de representación de los pueblos afrodescendientes en los acuerdos de paz con las FARC-EP, firmados en 2016. Algo similar ocurrió con los pueblos indígenas, a pesar de los altos niveles de victimización que ambos han sufrido por homicidios, desplazamiento forzado y violaciones sistemáticas de derechos humanos. Rosero, además, ayudó a precisar y catalogar una de esas violaciones: el confinamiento forzado.
Ese aporte quedó consagrado en El capítulo étnico de los acuerdos de paz: una oportunidad para el pueblo afro, cuya implementación por parte del Estado ha sido deficiente. La falta de compromiso del ELN en el proceso de paz iniciado en 2023 evidencia un vacío similar. Aún persisten ignominiosos confinamientos, equivalentes a secuestros colectivos, debido a la reiteración de paros armados en el litoral Pacífico y otras regiones. Desde su nueva posición, Rosero seguramente trabajará en la articulación intersectorial necesaria para corregir esta anomalía y aplicar las lecciones que su liderazgo ha dejado.
