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¿Qué es una muleca?, preguntó una estudiante del curso sobre las Afrocolombias. Niña secuestrada para someterla a la esclavización, respondí y continuamos “zoom-leyendo” en voz alta “Changó el gran putas”, la obra máxima de Manuel Zapata Olivella.
Las primeras páginas del capítulo “La trata” hablan de Nembe, una factoría que funcionaba a comienzos del siglo XVI, donde los rendeiros portugueses almacenaban cautivos y cautivas encadenados, esperando completar el aforo de la nao que haría el viaje que para unos y otras no tendría regreso. Higiene y alimentación eran tan deplorables, que Zapata nombró al sitio como “…villa de los muertos en las bocas del Níger”. Allí, ellas “…abrazaban los pequeños que chupaban sus senos resecos…” Y si parte de mulecas y muleques merecía que la subieran al barco, lo harían con sus madres, tan solo si ellas se mostraban sumisas. De otra manera ocurriría la separación violenta. El destino de niños y niñas que molestaran mucho eran las olas de altamar, solos o con todo y las mamás quejumbrosas. El comercio infantil se extendió a lo largo de toda la trata porque las criaturas ocupaban menos espacio en los campos de concentración flotantes, y dizque serían más sumisas. Desde esos años tempranos, hasta finales del siglo XVIII, guiados por el oricha Elegba, abridor de caminos, esa gente tan joven ya sabía escaparse en busca del refugio que ofrecían los palenques que crearon cimarrones como Benkos Biohó o Domingo Criollo en los Montes de María, y hasta en los valles del Sinú y del San Jorge.
Más adelante, leímos cómo la “loba blanca” no solo imponía la esclavitud, sino el Tribunal de Santo Oficio, al cual inauguró el inquisidor Juan de Mañozca, quien dedicaba sus días a valerse de un potro medieval, cuyos cables y poleas descoyuntaban a quienes no apostataban de Cangó el oricha del trueno o de Yemayá, la oricha de las aguas. Por la noche, el torturador sagrado se unía con el gobernador Diego Fernández de Velasco y ambos pasaban a la residencia de don Melchor Acosta, quien les tenía listas niñas negras premenstruales o un poquito mayores para disfrute de ellos y humillación de ellas. Por si fuera poco, el mismo esclavista había demostrado sus dotes de emprendedor creando “…un servicio de monta …que consiste en alquilar a africanos de buena catadura para embarazar esclavas que den buena cría”. Tres compinches en la impiedad de romper el vínculo amoroso que crea la leche materna, una vez llegaba la hora de vender a las mamás. Este exabrupto se repetiría hasta entrado el siglo XIX en los criaderos de esclavos acerca de los cuales escribió el historiador Germán Colmenares en sus estudios sobre las haciendas sergioarboledanas del sur del Valle y del Norte del Cauca.
A este andamiaje de oprobios lo sustentaba la doctrina referente a la endilgada y supuesta inferioridad mental y emocional de la gente negra. El ninguneo de las civilizaciones africanas fue la estrategia para hacer compatible la cosificación humana con los preceptos morales de los tres monoteísmos involucrados, a saber, el de los musulmanes secuestradores sobresalientes a lo largo del río Níger y de otras cuencas africanas, el de los portugueses judaizantes administradores de los puertos de embarque y llegada, así como de los católicos beneficiarios del trabajo esclavo en minas y haciendas.
El libelo acerca de la inferioridad atávica de la gente negra cimienta el racismo contemporáneo. Tiene su equivalente para las estirpes indígenas y mestizas, y —entrecruzado con la clase social— constituye raíz de la deshumanización que el ministro Diego Molano ha hecho de niñas, niños y adolescentes reclutados por las disidencias de las FARC y demás grupos armados. No creo que él hubiera osado llamar máquinas de guerra a descendientes de la loba blanca que se educan en los mejores colegios de Bogotá, Medellín, Cali o Barranquilla.
Me uno a los articulistas de opinión que han hecho causa común con la valentía que la periodista Jineth Bedoya ha demostrado al buscar justicia por los crímenes sexuales y la violencia que los paramilitares ejercieron contra ella. Los 21 años que ha tomado el proceso hablan de una complicidad estatal que la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado ha debido reconocer y rechazar, en vez de hacer gala de la inhumanidad, insolidaridad, y falta de ética que ostentó ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
* Profesor, Programa de Antropología, Universidad Externado de Colombia.
