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Museos vivos en Afroperú

Jaime Arocha

14 de mayo de 2012 - 06:00 p. m.

El 6 de mayo al fin me hallé en un museo vivo.

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Está en Zaña, la ciudad peruana famosa por las pirámides de adobe que albergaron al señor de Sipán. Sin embargo, no fue ese afamado sitio arqueológico mochica la razón de la visita, sino el Museo Afroperuano, cuya dirección y curaduría están a cargo de Luis Rocca y Sonia Arteaga, dos quijotes rodeados a todas horas de personas de esa ciudad, de la cercana Capote y de otros lugares del Perú y el mundo. La tarde de ese domingo nos cogió debajo de la pérgola que ampara la excepcional colección de carretas que se usaron durante la colonia para transportar caña de azúcar. Allí, por primera vez quizás en doscientos años, tres jóvenes raspaban una especie de guacharaca montada en la mitad de un gran calabazo ovoide. No saben el nombre de un instrumento que el etnomusicólogo español Carlos Blanco Fadol reconstruyó a partir de una acuarela del obispo Baltazar Jaime Martínez Compañón (Cabredo, 1737 - Bogotá, 1797), cuya reproducción está en una de las cinco salas del museo. Minutos antes, allí mismo, unas niñas tocaban dos marimbas que hicieron luthiers de Esmeraldas (Ecuador), tratando de reproducir las que ya desaparecieron en Perú, pero que figuran en otras láminas. De ahí la atención que también le prestan al pintor costumbrista Pancho Fierro (Lima, 1807 - 1879) y a los viajeros del siglo XIX.

Otra de esas ilustraciones sobre el son de diablos había dado lugar a un taller que el museo realizó el día anterior en la Dirección Regional de Cultura de Lambayeque, en Chiclayo. Cajeros, guitarristas y cantantes ensayaban una canción compuesta por el decimista Hildebrando Briones y el músico Roberto Arguedas, para volver a representar esa fiesta callejera con ocasión del Festival de Checo, que tendrá lugar en agosto de este año. El mismo museo tuvo mucho que ver para que esa caja musical, labrada en un calabazo circular y plano, fuera declarada patrimonio nacional. Entre tanto, el diablo mayor y una mujer arcángel ensayaban los pasos del baile, acompañados de niñas y niños que saldrían con máscaras recuperadas a partir de ese mismo patrimonio pictórico.

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Hay una vitrina con San Martín de Porres, San Benito de Palermo, la virgen de Regla, la del Carmen y un Changó que ha hecho milagros pagados con ofrendas. Para otros ese culto espontáneo es brujería y le vaciaron vinilo blanco a la imagen. De ahí la preocupación por las estatuillas haitianas, localizadas en una vitrina frente a la pared con láminas alusivas a Toussaint Louverture y a aquella revolución que para Sonia Arteaga debe estar en la conciencia de cada afroperuano y afrolatinoamericano.

En Lima, la contraparte consiste en el Museo Nacional Afroperuano, auspiciado por el Congreso de la República y del mismo modo polo de atracción de organizaciones de comunidades negras, músicos y bailarines de son de diablos y atajo de negros. En Colombia, quizás el museo que se aproxime a los paradigmas afroperuanos sea el Muntú-Bantú, creado por el historiador Sergio Mosquera en Quibdó. Estaremos lejos de semejantes logros, mientras haya diputados como Rodrigo Mesa, quien se atrevió a comparar en público a los afrochocoanos con los excrementos. Infortunadamente, hasta hoy ese político sigue impune.

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