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Okyeame, el cetro de los lingüistas de la realeza Ashanti

Jaime Arocha

09 de enero de 2012 - 06:00 p. m.

El pasado 27 de diciembre volví a estremecerme al contemplar el cetro Ashanti exhibido en el pabellón de África, Oceanía y las Américas del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.

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Lo tallaron a finales del siglo XIX y lo cubrieron con laminilla de oro para un lingüista real o griot, según la denominación que se les da en otros lugares de África Occidental a los maestros de la palabra. Ese Okyeame tiene un cuerpo esbelto de 157 centímetros que remata en la talla de dos hombres que custodian a Ananse en su telaraña dorada. A los intrusos les dicen que nadie entra a la casa de la araña para cuestionar aquella sabiduría que ella les legó a ese pueblo y a otros de la familia lingüística Akán de Ghana y Costa de Marfil. El que ese héroe también figure en la mitología de la gente del Afropacífico y del Caribe Occidental evidencia el papel de la memoria africana en la resistencia contra la esclavización en las Américas. De ahí que el remate de ese bastón consista en el logo del Grupo de Estudios Afrocolombianos de la Universidad Nacional, uno de cuyos propósitos ha consistido en explorar las manifestaciones y reinterpretaciones contemporáneas de esa y otras memorias del África Occidental y Central.

Luego, admiramos otros objetos predilectos, como esa miniatura en bronce que representa a Sankofa, el otro ser mítico de los Akán: vuela mirando hacia atrás para evitar los errores pasados, pero lleva en el pico el huevo del futuro. O el gran pájaro de los Cenufo, el Changó con senos de la civilización Yoruba, los bronces de Benín y los relicarios Bantú, algunos de los cuales pueden ser aterradores. Nos movíamos a nuestras anchas porque el salón estaba casi vacío, mientras que para entrar a los sarcófagos de los faraones o al templo de Dendur, en el ala Sacker, las filas de visitantes eran interminables.

La opción de partir el arte del mundo entre el considerado “primitivo” y el que se clasifica como “civilizado” ofrecía el privilegio de la contemplación lenta, así fuera molesto el que en esa sala sobre África muy pocos objetos hablaran de la trata Atlántica o mostraran algo del presente de esas sociedades. En el primer caso la representación consiste en una miniatura afroportuguesa en marfil de dos conquistadores y dos misioneros, y en otro en una de esas telas fabricadas con laminillas de objetos desechados que le han dado fama mundial al escultor El Anatsui, también de Ghana.

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Cimentada en lo que José Jorge de Carvalho denomina “racismo monumental”, la museografía eurocéntrica niega el nexo entre las civilizaciones egipcias y las de África subsahariana, para crearles una sola genealogía blanca a las tradiciones helénicas y romanas como mito de origen de la Europa imperial y moderna. Por fortuna, el Museo de Brooklyn ofrece la alternativa de retomar la visión de Herodoto en cuanto a influencias culturales que como la del culto a los ancestros viajaron desde los ríos Níger y Congo para florecer en las civilizaciones del Nilo. Así, constituyeron el antirracismo de intelectuales africano-americanos como Frederick Douglas, David Walker y W. E. B. Du Bois y fundamentan la obra del científico senegalés Chiek Anta Diiop, cuya exploración será uno de mis propósitos para 2012. Otras columnas versarán sobre los Ashanti, cuyo porvenir y el nuestro están signados por la minería del oro a cielo abierto.

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