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Oro y derechos humanos en Quilichao

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Jaime Arocha
13 de mayo de 2014 - 03:07 a. m.
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“Bareque” es la autorización que reciben mineros y mineras artesanales para que —batea en mano— entren a un entable minero y se hagan a los oritos que las retroexcavadoras dejan de sacar porque a los operarios los afana el billete fácil.

 No es un permiso altruista: barequeros y barequeras le entregan al empresario lo que extraen a cambio de un jornal o menos. Por la experiencia de esas personas, bien pueden identificar una nueva veta cuya riqueza se le había escapado a los maquinistas. En ese caso, el administrador del entable disparará un tiro al aire para que los barequeros lo abandonen y así reiniciar sus excavaciones. De no hacerlo, las retroexcavadoras operarán sin importar el riesgo de quienes aún agitan sus bateas en el barro. Las heridas y mutilaciones que puedan causar los brazos mecánicos son responsabilidad de quienes desatendieron la alerta, no del retrero.

Un escenario de horror comparable debió preceder la tragedia del primero de mayo en la mina San Antonio de Santander de Quilichao. A la orden del día está el posible colapso de los gigantescos hoyos que les dejan las palas mecánicas a quienes subsisten arañando un sustento magro. Éste hace parte de otras reparticiones: coimas para guerrilleros y paramilitares que les ofrecen seguridad de los inversionistas, o el 10 u 11% que cobra el dueño o dueña del terreno por arrendárselo al capitalista que desmonta la selva y mete sus palas y bombas motorizadas. Es la fuente de ilusión que lejos de sacar a los mineros campesinos de la pobreza, les devuelve cráteres llenos de aguas contaminadas con el mercurio necesario para separar el oro de la jagua. Allí, las rocas molidas que reemplazan a la selva frondosa harán imposibles los policultivos de los cuales vivían esas personas y sus ancestros. La recuperación de las capas vegetales destruidas tan sólo resultará luego de decenios de inactividad, porque al Estado poco hace valer los derechos a la recuperación ambiental que cimientan las licencias que él mismo otorga.

Por si fuera poco, la mina que colapsó el primero de mayo y de la cual faltan por rescatar al menos otros treinta cadáveres, hace parte de los planes de expansión de la Anglo Gold Ashanti. En Wikipedia, uno lee que en enero de 2011 “esa multinacional ganó la nominación como ‘La compañía más irresponsable’ dentro de los ‘Premios del ojo público’ que instituyeron la Declaración Berne y Greenpeace en Davos, Suiza. El ente nominador fue Wacam (Asociación Wassa de comunidades afectadas por la minería) para el cual la compañía tenía una trayectoria significativa de violaciones a los derechos humanos y ambientales”. Ahora, de nuevo, Gaidepac, el Grupo Internacional de Académicos en defensa del Pacífico, le escribe al presidente Santos urgiéndolo a que proteja los espacios y la gente afrocolombiana vinculada con la minería artesanal existente desde el siglo XVI, y cuyos efectos ambientales son los más bajos dentro del resto de actividades extractivas. Veremos si —como en ocasiones anteriores— el gobierno se limita a responderle a este equipo científico con un acuso formal de recibo de la queja, o si se compromete con reparaciones inmediatas a favor de las comunidades negras. 

Jaime Arocha*

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