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“Hay una hipótesis que ya se desaprobó, [que] la violencia no se [iba] a ejercer [en estas elecciones] y hoy tengo que decir que nos equivocamos”. Con esas palabras a César Caballero se le quebró la voz y tuvo que cubrirse la cara para que la cámara no registrara sus ojos encharcados. El 10 de junio, en el podcast “A Fondo” de María Jimena Duzán fuimos testigos de esa estremecedora expresión de honestidad y angustia. Cristalizó el vacío de incertidumbre al cual nos precipita el aborrecible atentado contra Miguel Uribe Turbay.
Prueba de ese vacío es el video que condensa la frialdad con la cual actuó el sicario adolescente. A pocos metros de su víctima, oprimió el gatillo ocho veces. La mecanicidad filmada atestigua un instinto aprendido. Parecería que no han desaparecido las escuelas para degradar al contrario y automatizar su eliminación. En 1989 Semana publicó el “Dossier Paramilitar” que mostró el valor que tiene la palabra para potenciar esa forma de violencia. A los reclutas los comandantes los obligaban a responder si serían capaces de “…matar a papá, mamá o hermano si [se] comprueba que éstos son guerrilleros”. Y a lo largo del trote diario, tenían que recitar:
“Un día fuimos comunistas
obligados a luchar
por doctrinas que llegaron
y están contra la paz"
Cuando salió ese documento no existían las redes sociales, de modo que hoy en día estaría por cuantificarse el poder adoctrinador de ellas. En el podcast mencionado, Caballero mostró que el 90% de los usuarios de redes tan solo mira sus contenidos; 9% interactúa con ellos y 1% lidera mediante puntos de vista. Entonces, si el atentado contra el senador Uribe tuvo que ver con esa mínima proporción de tuiteros, ¿cómo idearon unos descalificativos de tan alto poder? Si por el contrario, persistieron en didácticas tradicionales, ¿cómo redireccionaron hacia un candidato la ira que antes se orientaba hacia guerrilleros y comunistas?
En todo esto sobresale la ironía de que el porte legal de armas haga parte del programa político del Centro Democrático, para que los colombianos de bien puedan defenderse. En este caso, el aleccionamiento para que la gente bien dispare bien hacia posibles agresores existe desde la colonia. Consiste en fórmulas acerca de cómo percibir indumentarias, complexiones físicas y colores de piel, entre otros marcadores de raza y clase. Inclusive están al alcance de patrulleros, sargentos y capitanes de la policía, como fue evidente durante el estallido social de 2021. Entonces, esos agentes no dudaron acerca de cómo optar por quienes recibirían golpizas, balas de goma y gases lacrimógenos. Fueron conductas que compartieron con miembros de la burguesía como el hoy concejal Andrés Escobar, aún admirado porque durante el paro nacional apuntó su pistola contra miembros de la minga indígena que se manifestaban en el aristocrático barrio caleño de Ciudad Jardín.
El 9 de junio, yo turnaba la lectura de partes médicos desde la Santafé con la de las palabras que el papa Francisco pronunció al despedirse de Mongolia: somos “peregrinos en busca de la felicidad, caminantes sedientos de amor…significado y …sentido para nuestra vida”. Y me pregunté por el sentido que tanto el victimario adolescente, como la joven víctima le habían dado a sus vidas. En sus peregrinajes, ¿qué significados aspiraban a imprimirles a la felicidad? Siendo ciudadanos tan solo provistos del poder del verbo escrito, ¿podremos contribuir a búsquedas que separen a cada uno de ellos de las sendas del odio y la venganza?
