Soy antropólogo, pero no conocí a Alfonso Cano.
Tampoco supe de sus logros en esa profesión, a no ser que se hayan manifestado en la imposición de la lucha armada y la conciencia de clase por parte de diversos frentes de las Farc en busca de que los pueblos indígenas abandonaran su meta pacífica de controlar los medios de producción y así defender su disidencia étnica. Es evidente el desdén de esos frentes por los derechos étnico-territoriales colectivos y políticos de la gente negra, afrocolombiana, raizal y palenquera. Se concreta en la presión violenta contra los miembros del Consejo Comunitario de Alto Mira y Frontera en Nariño o en el muy documentado bombardeo contra los civiles que buscaban amparo en la iglesia de Bellavista sobre el río Bojayá, departamento del Chocó. Estos actos riñen con los estándares teóricos, pero en especial éticos, de la mayoría de los actuales paradigmas de la disciplina antropológica.
No obstante esos desacuerdos, rechazo que el Ejecutivo haya destinado 900 hombres y 40 aeronaves a dar de baja a un jefe guerrillero, y que semejante gasto hubiera tenido lugar mientras el presidente Santos pugnaba para que el Congreso le diera luz verde a una reforma educativa que a largo plazo debilitaba las finanzas de las universidades públicas. Soy de quienes creen que el futuro de este país tiene que ver con inversiones significativas para que de verdad y por fin prospere la investigación científica, como medio de perfeccionar los programas curriculares y enaltecer la labor docente en todos los niveles educativos. Esa fórmula modelará porvenires dignos para jóvenes, mujeres y hombres desempleados, quienes hoy se enrolan en la lucha armada cimentada por el narcotráfico.
Me crispa la profanación fotográfica del cadáver de quien fuera el jefe máximo de las Farc. Se basa en esa arraigada tradición de sadismo entre cuyos hitos está el de las fotos de los cuerpos de Manuel y Antonio Vásquez Castaño, comandantes del Eln, dando vueltas guindados de un helicóptero, luego de la operación Anorí, llevada a cabo contra esa guerrilla en agosto de 1973. Ese morbo habla de un salvajismo que además lo plasman frases como esta que publicó Felipe Zuleta: “¿Será que los de las Farc no entenderán que van a acabar muertos como ratas?”. Semejante metáfora de odio no es la contribución para superar el conflicto armado que le correspondería a quien los medios presentan como periodista lúcido.
Van dos semanas de opiniones como las de Plinio Apuleyo Mendoza en Hora 20 del 8 de noviembre: los fallos contra el coronel Plazas Vega y otros militares por violación a los derechos humanos hacen parte de la misma ideología de las Farc. El director del programa no apeló a su manida muletilla de “acabo de recibir el comentario de un oyente” que utiliza sin piedad para acallar a quienes disienten de su visión.
El panel debería conceptuar si la muerte de Cano abría avenidas para la paz. Exceptuando a Daniel García-Peña, las opiniones se basaron en la conjetura política y no en aquel conocimiento que ha elaborado la historiografía contemporánea acerca del conflicto armado y sus causas, el cual una reforma educativa consensuada deberá instituir contra la intolerancia cotidiana.