La red de acción e investigación antirracista se reunió en Río de Janeiro del 25 al 27 de septiembre.
Sus miembros incluyen los Observatorios de Racismo que operan en Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Guatemala, México y Nicaragua. También asistieron académicas afronorteamericanas y afrocaribeñas, a quienes convocó Criola, la ONG brasileña que desde 1992 combate la lesbofobia y pugna por los derechos de las mujeres negras.
Pese a que los observatorios eran de países afiliados desde el socialismo del siglo XXI al conservatismo, quienes expusieron el resultado de sus trabajos en contra de la discriminación racial, étnica y de género, coincidieron en que uno de los peligros en común consiste en la extracción de minerales localizados en los territorios ancestrales de los pueblos étnicos del continente. Evidenciaron que, de acuerdo con esa quimera de progreso por la cual han optado los respectivos gobiernos, no sólo puede ser un estorbo la consulta previa libre e informada que garantiza el Convenio 169 de la OIT, sino que quienes se propongan ejercerla pueden ser tildados de terroristas, según las ampliaciones sucesivas de las cuales esa categoría ha sido objeto por parte de los Estados Unidos y Europa. Su imposición al resto del mundo busca garantizar la inversión extrajera, cerrar fronteras contra la inmigración que definen como ilegal o combatir el narcotráfico a partir de la estratagema exclusivamente represiva reforzada desde hace casi medio siglo.
Como parte de esa coyuntura particular, se despejó otro infortunio compartido, los excesos de violencia policial. Para las favelas de Río de Janeiro, las activistas de Criola hablaron de verdaderos actos de genocidio contra la gente negra. Parece ser que como en los Estados Unidos, allá es aceptable que un policía no les dé prioridad ni a los antecedentes, ni a los actos de una persona, sino a su perfil racial. Partiendo de que si considera que cabe dentro de categorías como “negro” o “negra”, el agente la prejuzgue como criminal, la castigue e incluso la mate. En inglés, esa racionalización de excesos policiales se llama “racial profiling”. Fue objeto de una condena enérgica por parte de las afronorteamericanas que expusieron durante el evento. Se refirieron a los actos de acoso de los cuales ya eran objeto allegados suyos, a los consecuentes aumentos de los ya muy elevados números de encarcelados latinos y negros, así como a la indecisión del Ejecutivo con respecto a la condena firme de una conducta oficial racista y generadora de impunidad.
En Colombia, la automaticidad y sevicia mediante las cuales fueron reprimidas las marchas campesinas de agosto indicarían que la Policía Nacional aplica una versión local de los “perfilajes” raciales. No sería extraña a las cada vez más divulgadas y aceptadas pedagogías públicas sobre las cuales se cimientan las exclusiones por color de piel, vestido y ornamentos corporales que los llamados “filtros” llevan a cabo a la entrada de los restaurantes y discotecas más elegantes de nuestras ciudades. Promete ampliarse, porque parece ser que la inconformidad social de aquí tiene una inspiración similar a la de Brasil. Sus activistas recitan: “No estamos ni en la violencia, ni en las armas. Estamos en las calles”.