A finales de 2013 examiné 55 proyectos que comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras le presentaron al Programa de Concertación del Ministerio de Cultura.
Unas 34 venían del Afropacífico, y la mitad de ellos se referían a prácticas etnobotánicas y curativas en riesgo por la extinción de sus cimientos, los sistemas ancestrales de producción. Para los proponentes un remedio consistía en hacer cartillas y videos que recogieran los conocimientos de parteras y médicos raiceros, para que alumnos de distintas instituciones educativas intervinieran en su posible rescate.
Sobre esas propuestas parciales al Estado le corresponde cartografiar la complejidad de las reparaciones necesarias. Una de ellas es la del destierro violento de miles de agricultores y agricultoras sabias, quienes sobreviven en lugares como los Altos de Cazucá en Soacha, donde ya no pueden aplicar sus conocimientos. Otra es la extinción del cerdo ramonero por los agrotóxicos que requieren coca, pasto y palma. Ese ha sido un animal domesticado en las selvas ribereñas para que fuera alargado y de patas altas, y así circulara a su antojo por los barbechos. Allí se ha alimentado de frutas caídas o de las raíces que ha sacado al hurgar con su hocico suelos que iba aireando, como lo haría un arado. Esa simbiosis entre animal y medio también ocurría cuando se comía las cañitas que deja la cosecha del arroz, un cereal que han cultivado talando parte de los árboles de la selva tropical húmeda y fertilizándolo con el humus que deja la descomposición de hojas caídas. El chino grande, el chino chiquito, el guacarí y el uringano han sido especies resistentes a las plagas, pero hoy sólo sobrevive el arroz tres meses, como testigo de la fatalidad que también puede afectar a las semillas de maíz, cacao, aguacate, chontaduro, borojó, entre otras plantas.
Invisible en el Plan Nacional de Desarrollo, hoy la identificación del policultivo en el Pacífico es prioritaria para el Censo Agropecuario. Ojalá las respectivas encuestas hagan tanto énfasis en la territorialidad ancestral que lo sustenta, como en la competitividad y productividad que intentan descifrar. Esas dos variables también son fundamentales para la recién instalada “Misión para la transformación del campo”, una de cuyas metas es el diseño de políticas para que durante los próximos 20 años las áreas rurales del país alcancen su desarrollo integral. Ese propósito urge examinar los policultivos más allá de lo que producen y llevan al mercado, y así apreciar su combinación exitosa entre producción de alimentos y salvaguardia de biodiversidad y riqueza hídrica; o su independencia con respecto a aquellos agroquímicos cuyos precios dependen de industrias multinacionales insensibles a la quiebra de las empresas familiares. En fin, su integración con sistemas espirituales, cuyo símbolo fundante es el de la hermandad entre animales, plantas y gente, y cuyos ritos propician esa fraternidad.
Estas visiones alternativas guían el Censo Agropecuario de 150.000 fincas que el gobierno de Costa Rica lleva a cabo. Requiere que los encuestadores se fijen en el uso de abonos orgánicos, biopesticidas y protección de fuentes de agua. Sería deseable que aquí la noción de desarrollo integral tomara un rumbo comparable.
Jaime Arocha*