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Racismo bien historiado

Jaime Arocha
22 de noviembre de 2022 - 05:01 a. m.

Escribo regocijado por el Premio Simón Bolívar a la vida y obra de don Fidel Cano Correa. Es un merecido homenaje a la ética de transparencia, honestidad y defensa de la crítica que ha ejercido nuestro director.

El racismo estructural es la plataforma que sostiene buena parte de las violencias contra los pueblos étnicos, protagonistas del libro “Resistir no es aguantar”. Sin embargo, el seminario al cual me refería hace dos semanas indica que es reciente y poco generalizada la conciencia acerca de que aquella inferiorización humana que, basada en el color de la piel, ha llegado a quedar naturalizada en la cotidianidad por la reiteración poco cuestionada que ha tenido lugar a lo largo de cinco siglos. La película Amistad fue un excelente recurso para aprehender este infortunio.

Disponible en Netflix, el largometraje data de 1997. Lo dirigió Steven Spielberg a partir del libro del historiador Howard Jones (1942-2022), Amotinamiento y el Amistad, la saga de una revuelta esclavista y su impacto sobre la abolición, la ley y la diplomacia norteamericanas (1987, Oxford). Tal drama histórico se inició en 1839, a bordo de la nave Amistad, cuando Senghe Pieh o Cingué (Djimon Hounson), miembro de la etnonación Mende de Sierra Leona, lideró un motín. Con las armas de sus captores, los africanos y africanas que habían sido secuestrados redujeron a la tripulación, y llegaron a las costas de New Haven, Connecticut, luego de haberse esperanzado de que las estrellas los guiaran de regreso a sus tierras natales. A partir del fondeo, comenzó una batalla legal entre cinco reclamantes de la propiedad sobre lo que definían como mercancía: los españoles que habían comprado el “cargamento” en Cuba, el gobierno español que —por la bandera de la nave— se identificaba como dueño, los oficiales del guardacostas norteamericano que llevaron la embarcación al puerto, un escuadrón de la Real Armada Británica que combatía contrabandistas de gente esclavizada, y el gobierno norteamericano. En 1841, la Corte Suprema de los Estados Unidos resolvió el caso a favor de los africanos y ordenó su retorno a Sierra Leona.

Spielberg Ilustra ese secuestro violento que convirtió a los africanos en las únicas personas de la humanidad obligadas a migrar en la desnudez. De ahí la comprensión de que esas gentes tan solo dependieran de memorias fraccionadas para lograr su reconstrucción personal, ambiental, social y espiritual en las Américas y el Caribe. El fraccionamiento al cual me refiero, en gran medida, se debió a la inhumanidad del transporte. La película muestra una bodega de seres acostados, mal alimentados, inmovilizados mediante las cadenas y grilletes que les perforaban muñecas y tobillos, hacinados, revueltos con sus propios orines y heces. En medio de tal promiscuidad, una mujer murió pariendo a un bebé que llegaría al fondo del mar, luego de que una compañera de su tragedia constatara que no había salida para el horror futuro. Así es como el film impide dudar de la determinación que en 2001 tomaron las Naciones Unidas al declarar a la trata y esclavización de seres humanos como crimen contra la humanidad, y exigir reparaciones más que todo incumplidas por las naciones beneficiadas.

Figuran musulmanes que cumplen con sus oraciones en dirección de la Meca, así como hablantes de diversos idiomas que echan por el piso la justificación absurda de que se trataba de seres condenados a un salvajismo atávico tan solo redimible mediante la esclavitud. Al ilustrar los obstáculos para comunicarse, fue más comprensible el esfuerzo que —a comienzos del siglo XVII— el jesuita Alonso de Sandoval describió para Cartagena en su “Tratado de la esclavitud”. El misionero apeló a una docena de lenguaraces o traductores que le permitieran comprender el centenar de idiomas africanos que ya había en el puerto, como parte de su reiterado intento por hacer asequible el Evangelio a quienes subastaban en el mercado del puerto.

El largometraje hace énfasis en los negocios que, a partir de 1807, la abolición de la esclavitud en Inglaterra abrió para portugueses y españoles. Los insurrectos del Amistad hacían parte de un conglomerado mayor embarcado desde la fortaleza de Lomboko al Tecora de bandera lusitana, nave enorme capaz de llevar sobrecargos. Sin embargo, en altamar, su capitán se percata de la insuficiencia de sus provisiones y opta por arrojar al mar a una treinta de cautivos y cautivas, lastrados mediante sus propias cadenas. Al llegar a La Habana, para evitar la devaluación del cargamento, sometieron a los sobrevivientes a maquillajes terapéuticos que cubrieran las heridas. Allí fue donde Pedro Montes y José Ruíz compraron el puñado que metieron en la barriga del Amistad. Esa plaza mercantil permaneció abierta a lo largo del resto del siglo XIX. De ahí tanto la actual fortaleza de los legados yorubas y congos, base de los rituales de santería y Palo de Monte, como el sostén de la opulencia que a comienzos del siglo XX convirtió a La Habana en la Niza del Caribe.

Otro acierto significativo para nuestro seminario consistió en el realce ofrecido al arte de historiar. El abolicionista negro Theodore Joadson (Morgan Freeman) se desmayó al tocar las cadenas y grilletes que habían sujetado la carga humana del Amistad. Enterado del suceso, y para explicarlo, el expresidente y defensor de los secuestrados, John Quincy Adams (Antony Hopkins), le preguntó a Joadson cuál era su historia. Ante la perplejidad del interpelado, Adams resaltó la relevancia de narraciones sobre vínculos entre tiempos, personas y eventos. De ahí su cercanía con Cingué, quien tenía clara su historia: pese a los trucos legales para derrotar a los cautivos, estaba convencido de que sus ancestros no los abandonarían, dada su solidaridad indeclinable con el porvenir de los vivos. De ahí Adams reflexionó sobre el legado emancipatorio que los “padres fundadores” de los Estados Unidos, sus ancestros, habían plasmado en la Constitución. Afirmado en ese paralelo, convenció a los jueces supremos, quienes fallaron a favor de los africanos.

Esa última tesis nos hizo ver que a los autores del libro “Resistir no es aguantar” le hizo falta historiar. No son suficientes los inventarios por regiones que detallan las ignominias que han sufrido las víctimas étnicas. Para incorporar los contenidos de esa publicación a nuestra cotidianidad —a favor del modo paz—, urge un relato que le de unidad temporal a esas enumeraciones, sin que descuiden la sucesión ni de victimarios, ni de intereses responsables de masacres, destierros y aniquilamiento cultural. En dos semanas me referiré a la opción que hemos imaginado al final de nuestro seminario.

Nota 1: el nombramiento de Yasenia Olaya en Minciencias como viceministra de Talento y apropiación social del conocimiento es paso significativo hacia la cimentación de un programa de ciencia y tecnología a partir de la Cátedra de Estudios Afrocolombianos que instituyó la Ley 70 de 1993.

Nota 2: como residente de La Calera, concuerdo con la senadora Aida Abello en que la tragedia que hoy nos afecta tiene que ver con licenciar construcciones sin tener en cuenta las limitaciones de la infraestructura de vías, acueductos y alcantarillados.

* Miembro fundador, Grupo de estudios afrocolombianos, Universidad Nacional y profesor, Programa de Antropología, Universidad externado de Colombia

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