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A José Buendía lo injurió el nombramiento de Apolinar Moscote como primer corregidor de Macondo.
Allá no mandaban “con papeles” ni necesitaban “ningún corregidor porque no [había] nada que corregir”. Eran “tan pacíficos que ni siquiera [se habían] muerto de muerte natural”, por lo cual aún carecían de cementerio. Otros agravios fueron los de la orden que dio Moscote de pintar todas las casas de azul y su hipocresía al camuflar en la escuela policías armados, dándole a Buendía la sensación de que había cumplido sus compromisos: “usted se queda aquí no porque tenga en la puerta esos bandoleros de trabuco, sino por consideración a su señora esposa y a sus hijas [...] Sólo le ponemos dos condiciones [...] que cada quien pinta su casa del color que le dé la gana [...] y los soldados se van enseguida. Nosotros le garantizamos el orden” (el subrayado es mío).
Quizás Tatiana Acevedo haya consultado estos mismos párrafos a propósito de su idea de que Cien Años de Soledad ha servido para elaborar un estereotipo de la cultura caribe como “tradicionalmente alegre, despreocupada, mágica, exótica y feliz”, el cual, además, ha servido “para ocultar momentos de intensa movilización social por tierras […] despojos y violentas represiones”, amén del racismo. No obstante esa crítica, las conversaciones entre José Arcadio y Moscote involucran una teoría sobre dos papeles, el de la homogenización y el despliegue armado en el origen la violencia, y el de los medios locales de buscar la convivencia. Una reiteración del primer papel tuvo lugar en 2007 cuando el presidente Uribe dispuso pintar los techos de todas las casas de Providencia de amarillo, azul y rojo para que desde el aire se percibiera la unidad patria. Por otra parte, logró que la parada que escolares y comerciantes llevaban a cabo el 20 de Julio por las calles de San Andrés también incluyera infantes de Marina armados hasta los dientes, con la idea de que los movimientos autonomistas y los vecinos tomaran nota del poder que tendrían que enfrentar. Ecos actuales de ese ejercicio serían los de prohibir cantar el Himno Nacional en el criollo raizal o militarizar las aguas en conflicto con Nicaragua.
Al otro lado, está esa comunidad cuyos miembros aseguran poder garantizarle el orden a Moscote. Partían de conductas heterodoxas ideadas “sin haber molestado a gobierno alguno y sin que nadie los molestara”, como las fronteras porosas para la convivencia con indígenas wayúu, pedagogos de su lengua entre los niños del pueblo; gitanos vendedores de sueños a cambio de guacamayas; lutiers y músicos italianos y sabios catalanes, entre otros europeos, además de los juglares viajeros que acordeón en mano emulaban a palabreros indígenas y griots africanos como historiadores orales, genealogistas, doctores del corazón y árbitros de conflictos locales. Experiencias quizás también moldeadas por las luchas cimarronas de los siglos XVII y XVIII, y por las consecuentes negociaciones sobre las cuales se basaron las estabilidades palenqueras como alternativas de porvenir. Frente a la coyuntura actual de superar el conflicto armado, y sin desconocer la estereotipia, el interrogante consistiría en cómo valorar mecanismos locales respetuosos del contradictor, ideados por fuera de las transacciones ortodoxas y oficiales a favor de la paz.
Jaime Arocha*
