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Sociedad

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Jaime Arocha
27 de junio de 2011 - 11:00 p. m.
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"SOCIEDAD" ES EL TÍTULO DE UNA sección reveladora de la revista Semana. Reitera que la aristocracia ha usado esa palabra para referirse a sí misma.

Uno podría cortar las foticos de cada ocho días, agruparlas por cada persona y hojearlas con rapidez para ver la película de cómo unas envejecen, se aplican Botox o se alían con sectores pujantes, pero no “tan bien”.

En la edición del 13 al 20 de junio, “Sociedad” se subtitula “Fiesta en la playa” e ilustra la inauguración del hotel Las Américas Torre del Mar, segunda fase del proceso que comenzó con el que ahora pasó a llamarse Las Américas Casa de Playa, y según la familia Araújo continuará con la construcción de Las Américas Manglares que le agregará al complejo otras 250 habitaciones cinco estrellas.

La “Sociedad” que celebra un evento entre cuyos invitados principales estaba la familia presidencial, contiene dos fotos que merecen atención. Si se miran dentro del contexto de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras tienen un simbolismo irónico, perverso y ojalá que no llegue a ser premonitorio: una la del doctor Juan Manuel Ospina con la notaria Irma Sus de Pastrana. Otra es la de los señores Carlos y Loretta Mattos. La primera reitera lo que informan los medios: las clases dominantes han logrado sus éxitos vertiginosos mediante la alianza entre el Incoder y el sector notarial. La segunda debe leerse con las claves que da María Jimena Dussán en su columna del número siguiente de Semana, “El nuevo rico de Mattos”, quien también ha podido hacerse a una propiedad en ese santuario ambiental llamado Barú.

Desde luego, la sección además habla de esa historia oculta de las luchas que miembros de las comunidades negras de La Boquilla, Barú y las islas del Rosario han librado por retener sus territorios ancestrales y salvaguardar ecosistemas como el de la ciénaga de La Virgen de los cuales ha dependido su vida. Durante los años de 1980, esa ciénaga ya figuraba en el inventario de reclamos que le formulaba al Estado la Asociación Nacional de Pescadores Artesanales de Colombia por los vertimientos químicos que dejaban miles de peces envenenados flotando sobre la superficie del agua. Los orígenes de ese pueblo de pescadores se remontan al siglo XVII por asentamientos que surgieron del comercio ilegal con Jamaica; los siguieron esclavos que extraían materiales de construcción; a mediados del siglo XIX, desde la serranía de San Jacinto, llegaron los desterrados por la expansión ganadera y en el decenio de 1930, los pescadores artesanales desplazados desde Bocagrande y El Cabrero. Es gente que con reiteración reclama autonomía para manejar esteros y manglares en defensa de pesca y recolección, actividades que por años ha intercalado con cultivos itinerantes, como parte de un patrón afrocaribeño que Orlando Fals Borda bautizó como “cultura anfibia”. Sin embargo, tan sólo en 1993, con la Ley 70 ese pueblo adquirió los medios legales para demostrar que ejercía una territorialidad ancestral gracias a la cual podía constituir un consejo comunitario que legitimara sus derechos. No obstante, estos 18 años se le han ido enfrentando las decenas de malabares jurídicos interpuestos por bufetes poderosos, en no pocas ocasiones apoyados por policías antimotines. En este caso, uno desearía una narrativa optimista como las de “Sociedad”.

* Grupo de Estudios Afrocolombianos, Universidad Nacional

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